La isla de los faisanes parte de una idea tan interesante en su enunciado como sugerente en el fondo. Las fronteras, esos límites fingidos (si bien las veces partiendo del contorno que provee la propia naturaleza), determinados por el ser humano, otorgan un relieve distinto al debut en largo de Asier Urbieta. Mientras su función práctica se dirime entre trámites burocráticos y leyes superfluas, en cuanto al relieve emocional quedan expuestas unas carencias que se revelan en la vulnerabilidad de algo tan fundamental como velar por el componente humano.
El individuo deviene de este modo mera ecuación de un entramado en el que no caben las emociones ni los supuestos de ningún tipo. Algo que el cineasta vasco expone y denuncia a lo largo del metraje a través de diálogos y momentos desde los que afrontar una disyuntiva que sus protagonistas percibirán del modo más frontal posible después de vivir una situación límite. Algo que producirá un quiebro en la relación entre Laida y Sambou, dejando entrever no tanto las diferencias, sino más bien el modo de confrontar y, en especial, de digerir una circunstancia poco común.
Será ese hecho el que lleve asimismo al film a experimentar también un quiebre, en este caso narrativo, vertebrando su relato en distintos segmentos, y frustrando en parte un avance que podría profundizar en no pocos temas, pero termina sintiéndose un tanto superficial, demasiado preso quizá de sus decisiones argumentales. De este modo, y si bien Urbieta se sirve de ello para ir aportando pespuntes, que no matices, en torno al personaje central, lo poco compactada que se siente la narración, incluso en ocasiones desnortada, no contribuye a potenciar el interés de lo expuesto hasta entonces.
Puede, pues, que el sustrato dramático vaya tomando forma, pero arrojando vaguedades más que certezas, e induciendo de ese modo al espectador a componer una imagen incompleta, no del todo consistente. En ese sentido, La isla de los faisanes arroja una ambivalencia ciertamente estimulante, y es que por más que Laida esté cargada de razones en su particular periplo, sería erróneo pensar en una visión unívoca. Algo que distintos personajes le niegan aunque en su empeño no deje de cuestionar cualquier perspectiva adyacente. No obstante, y aunque el dibujo de quienes rodean a la protagonista no resulte tan sólido, esa decisión otorga al film un revestimiento más sugerente de lo que dispone su personaje articular.
Y es que hay algo en esa toma de conciencia impostada y repentina por parte de Laida que no termina de funcionar. Por un lado, puesto que los cuestionamientos y encajes realizados por el personaje resultan exacerbados. Como si, de repente, el mundo debiera dejar de girar en otra dirección porque ha advertido una realidad de la que debería estar mínimamente sensibilizada a juzgar por dónde vive. Así, el despertar de la protagonista no se siente casi nunca, más que creíble, tangible, por más que haya líneas de guión que intenten reforzar esa condición. Tampoco ayuda, cierto es, la narración intermitente a la que Urbieta somete el relato, resultando ciertas escenas un tanto forzadas, como si buscasen otorgar al espectador una visión que nunca termina de ser lo suficientemente compacta.
Sí funciona mejor La isla de los faisanes en esa suerte de intimismo que rodea a sus personajes centrales y que describe los pormenores de su relación, pese a que de nuevo no la beneficien sus vaivenes narrativos. Aunque, sin lugar a dudas, la parte que más desplazada se siente del conjunto es su viraje hacia un thriller que apenas toma cuerpo y, cuando lo hace, es a través de secuencias aisladas en demasía que no concretan sus propósitos.
Estamos, en definitiva, ante un debut imperfecto, al que le pesa en demasía una escritura tan perezosa en ocasiones como interesada en otras, y al que ni sus buenas intenciones libran de devenir en una pieza tan llena de nervio —gracias a algunos de sus intérpretes y de la pericia del cineasta tras las cámaras— a ratos como irregular y fallida la mayoría del tiempo.

Larga vida a la nueva carne.