En el proceso de la creación artística, es de lo más natural que cualquiera se replantee la posición desde la que se produce. Una de las ubicaciones desde las que respira la inspiración es la propia vida, las propias cicatrices, las propias esquinas por las que se recorre el mundo en su cotidianeidad. En cierta manera, las esquinas que tuerce Mia Hansen-Løve en su oficio de directora, serían las películas del director Ingmar Bergman, como muches otres cineastes han hecho y siguen haciendo hoy en día. Es una isla a la que regresar, es un faro al que seguir. La isla de Bergman (Berman Island, Francia, 2021) retrata todos estos reencuentros que la propia vida experiencia en la ficción. Ambientada en la isla de Farö, Suecia, emplazamiento en el que el director sueco pasó sus últimas dos décadas, la película retrata a una pareja de cineastas, Chris (Vicky Krieps) y Tony (Tim Roth) que han decidido ir a la casa en la que vivó el director en busca de aire fresco.
Más allá de lo que podría parecer un homenaje a la obra de Bergman, la directora la da una vuelta de tuerca ante una película que no intenta emular su cine, si no mostrar lo mucho que un referente puede influir en la obra de alguien. Mia Hansen-Løve reflexiona sobre las posibilidades de puntos de vista desde los que mirar una figura tan elogiada en la historia del cine contemporáneo, para añadir unos toques de humor y desacralización ante el tótem que se construye (y se sigue construyendo) alrededor de él. La pareja está en la isla donde el director murió y más allá de los intereses culturales que se puedan programar, como son las visualizaciones de las cintas originales de algunas de las películas del director sueco, en el marco de la Fundación Bergman (quienes organizan ciclos alrededor de su figura), también hay otros quehaceres que tienen más que ver con el “turisteo”. La cultura del ‹souvenir› es vista por encima del hombro para quienes creen en la división de “la alta” y “la baja” cultura. Y es irónico que uno de los directores considerado perteneciente a la primera, se use como atracción turística y sean los mismos círculos intelectuales quienes acudan a ella, como por ejemplo el Bergman Tour: un bus turístico que recorre espacios como pueden ser escenarios en los que fueron grabadas ciertas películas del director sueco, o sitios donde simplemente vivía y existía.
Pero fuera de estas actividades, hay quienes se sienten traspasades por una fuerza superior que parece habitar esos parajes divinos para la cinefilia y se sienten con la presión de explorar al máximo su figura, porque si no es así, le están fallando al fantasma. Chris, en la típica tienda turística, es observada por un busto que tiene unos ojos que se mueven. Acto seguido, la protagonista se compra una copia de gafas de sol como las que tenía Bibi Andersson y decide escapar del terrible bus turístico al que se sentía con la obligación de acompañar a su pareja. Todo lo que vive Chris está teñido por esas gafas que le recuerdan que está dónde está y que tiene que haber una forma de actuar establecida ante su contexto: rezarle al Dios y adorar su tumba para que su fantasma no la persiga. La música folclórica recuerda al espectador que está ante la historia, ante una cultura que persiste: el gran referente del director de Persona.
Pero más allá de las resistencias que cada uno de los personajes pueda tener ante ese dios del celuloide, Chris se acaba sintiendo presionada por la necesidad de crear algo que esté a su altura, para poderlo venerar en condiciones y no caer en el pecado de la mediocridad. Y es ante esa mochila que ella misma se ha cargado a su espalda, que decide conversar con Tony, con quien claramente tiene un complejo de inferioridad, y verbalizar las ideas del guion que le produce tanta angustia y la hace sentir perdida. Y es en ese entorno tan “cinematográfico” que las realidades de los personajes se cuelan en sus propias ficciones. A partir de este punto, se entra en una metaficción en la que la directora (ya sea Hansen-Løve como la propia Chris) produce una especie de espiral en la que se entremezcla la vida real en la ficción o la ficción en la vida real, donde el orden del factor no altera el producto porque no hay orden alguno. Resultando en una película que se funde con diferentes películas, haciendo de ella una carta de amor a la concepción de la realidad y el cine que tenía Bergman, elogiando ya no tanto su obra cinematográfica, si no sus conceptos filosóficos que le hicieron crear lo que creó. Una filmografía en la que sus experiencias personales dan fruto a sus ficciones.