La infancia desnuda supuso el debut en el campo del largometraje, tras una exitosa carrera en el mundo del cortometraje sobre todo de influencia documental, de Maurice Pialat, sin duda uno de los nombres de referencia del cine francés de la segunda mitad del siglo XX. Quizás, actualmente la popularidad de Pialat se haya visto mermada debido a su disidencia con el núcleo duro de la generación contemporánea de directores galos que conformaron la Nouvelle Vague —hecho que se debe en parte a que Pialat construyó su ópera prima en un momento en que la corriente se encontraba en su plena decadencia—. Sin embargo, esta primera obra mayor del autor de LouLou forma parte por méritos propios de las grandes obras producidas en nuestro país vecino a finales de los sesenta y para un servidor estableció un auténtico punto de inflexión con respecto al cine de autor que se estaba cincelando en el país de Victor Hugo, en el que ya cineastas como Louis Malle se habían separado de manera consciente de esa forma de hacer cine tan rompedora a la vez que poética que definió a la Nouvelle Vague en los primeros años sesenta.
Para edificar su ópera prima, el autor de Bajo el sol de Satán partió de una premisa en un principio nada novedosa y algo explotada en el cine de aquella época, como era centrar la trama argumental del film en esa fascinante transición que supone el paso de la más tierna infancia a la edad adulta, focalizando pues la sinopsis en narrar la historia de un para nada inocente niño. Sin embargo, este antecedente de partida fue transformado por Pialat en una novedosa propuesta gracias al hecho de apostar por abandonar toda muestra de añoranza y nostalgia hacia las vivencias de la niñez para exhibir una textura conquistada por la amargura y la aspereza exenta por tanto de todo halo de sentimentalismo vacío, lanzando de este modo una mirada muy fidedigna y feroz que retrataba las miserias y derrotas que la falta de cariño y el abandono de todo símbolo de afecto conformarán en la maleable personalidad de un sensible infante cuyas desdichas provocadas por su orfandad apuntalarán un carácter rebelde e indómito que marcará a fuego su destino vital ya en la madurez.
El supuesto de partida de La infancia desnuda podría incitar a efectuar ciertas comparaciones con otro debut legendario como fue Los cuatrocientos golpes de ese cinéfilo metido a cineasta que fue François Truffaut. Cierto es que ambos films comparten esa representación de la infancia desde un punto de vista doloroso y ácido basando la epopeya en los desalentadores efectos que la distancia afectiva paterna-materna estimula en la penetrable mentalidad de un bisoño chiquillo, así como la querencia hacia la delincuencia juvenil que este signo de abandono traerá consigo en el camino trazado por ambos protagonistas. Pero esos recursos estéticos empleados por Truffaut para dibujar su obra con un cierto sabor a nostalgia hacia esa edad en la que aún perviven los pocos resortes de libertad que las cadenas de la madurez y la responsabilidad acabarán colgando en nuestras experiencias en el universo adulto, son totalmente abandonados por Pialat, el cual compuso su proyecto con una narrativa alejada de toda poesía sentimental, derrotando pues la atmósfera edificada hacia un estricto y demoledor reflejo de la infructuosa lucha llevada a cabo por un salvaje adolescente para alcanzar la felicidad en un ambiente marcado por la crueldad, la apatía hacia su ser y por tanto la total soledad de amor hacia su persona.
Así pues, Pialat narrará a través de pequeños episodios vitales, no necesariamente vinculados entre sí, el trayecto trazado por François (interpretado de forma sublime por el pequeño Michel Terrazon), un chaval abandonado por sus padres biológicos en un orfanato en sus primeros años de vida, en su deambular por las distintas familias de acogida que deciden adoptarlo temporalmente. Así, la película arranca mostrando la existencia de François junto a una familia obrera en una localidad afectada por la crisis de la industria del carbón. El carácter rebelde e indisciplinado del mancebo, unido a la inocente obsesión fraternal que éste parece ostentar hacia su hermanastra, inducirán a que los padres de acogida de François opten por desprenderse del infante ante los problemas de convivencia que su indómito comportamiento está acarreando en el seno conyugal. Huérfano nuevamente de padres, los gestores del hogar de acogida que se encargan de gestionar las adopciones temporales de François, enviarán al revoltoso adolescente a una nueva familia compuesta por una pareja de ancianos casados en segundas nupcias que luchan contra la soledad que el paso del tiempo y por tanto el abandono hogareño de sus hijos naturales infringen en su ser, adoptando a niños con problemas para tratar de enderezar su destino a través de su cariño y rectitud. De este modo, François compartirá residencia con otro joven huérfano adoptado por la pareja de sexagenarios así como con la senil madre de su nueva mamá de acogida, una octagenaria desdentada y simpática que compartirá con François juegos y vivencias, a la vez que ese amor que tanto ansía hallar el obstinado pequeño.
Esta es la sencilla sinopsis de la que se sirvió el director de A nuestros amores para esculpir una obra muy personal y desgarrada, de claras reminiscencias autobiográficas (Pialat fue hijo de obreros del carbón que creció bajo los cuidados hogareños de su abuela —personaje que se solapa claramente con la anciana desdentada que alberga la casa de los padres de acogida de François— en un pequeño pueblo rural galo) y desprovista de todo ornamento cinematográfico, dejando pues que los sonidos ambientales y la narrativa documental sea la verdadera protagonista del film. En este sentido, como he comentado anteriormente, la película carece de una línea de desarrollo clara, siendo en su lugar los pequeños episodios protagonizados por François los sucesos que van conformando empalmados unos tras otros el metraje de la cinta. En base a los eventos narrados por Pialat, seremos testigos de la rebeldía insurrecta del joven intérprete protagonista, desde sus travesuras iniciales —increíble esa escena en la que el niño lanzará escaleras abajo al gato de la familia por pura diversión—, las peleas con sus compañeros de aventuras en defensa del amor por su hermana, sus primeros pasos en el mundo de la delincuencia robando tanto en tiendas como a sus padres de acogida, y un largo etcétera de pequeños acontecimientos que darán con sus huesos de nuevo en la casa de orfandad. A partir de este punto, Pialat dará paso a una especie de segundo acto de su obra, tras la llegada de François a la casa de los ancianos que deciden intentar guiar los pasos del infante. En este vector, el salvajismo y carácter autodestructivo manifestado por el joven será en cierto sentido domado gracias a la incipiente presencia del cariño y afección exteriorizado en este nuevo hogar, pero que serán insuficientes para calmar la querencia a la insurrección e indisciplina del arisco héroe de la cinta.
Pialat retrata con una maestría impropia de un recién llegado, las cicatrices y el desaliento que las privaciones y la demolición afectiva incitan en el carácter de un abandonado niño, que únicamente encontrará en las riñas de colegio, peleas, robos y demás actos de resultados autodestructivos una salida en el oscuro túnel que compone su infeliz infancia. Y es que La infancia desnuda se alza como un feroz y brutal poema del vacío y la derrota, en el que incluso los infructuosos intentos de unos bondadosos ancianos por integrar el rumbo de un infante de carácter torcido caerán en saco roto ante los ya indelebles efectos que la soledad y la dimisión de cuidados en la más tierna infancia estimulan en lo más profundo e inmodificable de nuestro ser. La cinta culmina con una escena ciertamente escalofriante a la vez que bella, en la que el aparentemente reformado François volverá a caer en las tentaciones delictivas, provocando un accidente de tráfico al lanzar un tornillo adquirido en las vías del ferrocarril desde lo alto de un puente que se alza sobre una autopista. François será capturado en su intento de huida y entregado a la policía, ante la sorpresa de sus padres adoptivos, pero a diferencia de otras veces, éstos no renunciarán ante las dificultades, sino que tratarán de dar una segunda oportunidad al joven, con objeto que sus buenos sentimientos brotados en el interior del hogar no sean abatidos por la desconfianza social.
Así pues, La infancia desnuda permanece en la memoria como una película de tono naturalista-documental, que huye de toda impostura cinematográfica, dejando que sea el ambiente propio de la realidad más depresiva el tono que triunfe en el ambiente propuesto por Pialat, erigiéndose por tanto como una de esas obras agresivas, ásperas y difíciles de digerir por los estómagos más sensibles y sentimentales, que se observa a día de hoy como una pieza esencial de ese cine francés combativo e innovador que dejaba descansar sus principales argumentos en un lenguaje reformista de la narrativa clásica no exento de influencias pretéritas —como ese neorrealismo sádico que triunfó a finales de los cuarenta— que irrumpe con personalidad propia en el Olimpo de los grandes clásicos imperecederos de la historia del cine europeo. Sin duda, una obra que dejará un imborrable efecto en la memoria del espectador.
Todo modo de amor al cine.