Fotografías, cuerpos y el no-cambio
En la primera secuencia de La imatge permanent, la fotografía tomada a una madre y su hija vestidas de luto revela la presencia de un rostro fantasmagórico; es la aparición del espíritu del padre recién fallecido. El pasado se manifiesta inesperadamente en un retrato del presente. De esta manera, el primer largometraje de Laura Ferrés, aunque aborda diferentes conceptos y abraza registros y tonos formales dispares, bien podría pensarse, en su totalidad, como la imposibilidad de escapar de un pasado que, como en la fotografía, termina colándose en el retrato de un presente triste y apagado. En este caso, el de Carmen (Maria Luengo), una mujer de cincuenta años que trabaja en una agencia de publicidad y, preparando un casting para el anuncio de una campaña política, conoce a Antonia (Rosario Ortega), una mujer un poco más mayor que trabaja en la calle vendiendo perfumes.
Así pues, el título de la película podría aludir a la imagen permanente de un pasado que siempre vuelve, pero también, según los caminos que toma la cinta, a la imagen permanente de marginalidad de las mujeres de clase obrera o de una casta política no renovable. En definitiva, la imagen de un mundo que no parece transformable y de unas vidas que no pueden huir de sus raíces. Por eso, Laura Ferrés seguramente ha decidido acercarse a una realidad gris desde una óptica algo irónica, un tono entre mordaz y distendido que, pese a todo, en su abordaje no pierde el foco de los aspectos más dramáticos. Un estilo que elude el forzado naturalismo de un cierto cine de “social” con pretensiones autorales —Carla Simón, Pilar Palomero, Álvaro Gago…—, al articular el vínculo emocional entre sus dos protagonistas, evita caer en el pesado pastiche melodramático de un Almodóvar y, por momentos, puede recordar a Aki Kaurismäki.
La imatge permanent, en cambio, opta por interpretaciones no profesionales que quieren ser artificiosas, extrañas. La cámara que mira directamente a sus personajes y, a la vez, plantea preguntas sobre el mundo que habitan. En sus fisuras se erige su discurso. Por ejemplo, en una secuencia del misterioso prólogo inicial (quizá, los mejores minutos del filme), rodada en un solo plano, dos mujeres conversan sentadas sobre la hierba. El diálogo no está escrito con la ambición de construir una conversación especialmente trascendental y el tratamiento de la puesta en escena, aunque pretende capturar la verdad del momento, no intenta generar una sensación impuesta de realismo. Laura Ferrés se limita a situar a los personajes de espaldas a cámara para despertar una extraño y sutil cuestionamiento sobre la presencia de esas dos cuerpos en pantalla y, por lo tanto, en el mundo.
Este mecanismo es utilizado en otras ocasiones y, sin duda, resulta prometedor, especialmente respecto a lo que ofrece el resto del panorama del cine patrio menos industrial. No obstante, La imatge permanent no deja de ser eso, una promesa no cumplida. Para Ferrés, las imágenes se han convertido en contenedores donde depositar cuerpos sin vida, una banalización a la que la cineasta responde humildemente, situando la responsabilidad directamente a su mirada como creadora y espectadora, es decir, en el cómo miramos. El núcleo del filme choca, pues, con el aparato estético que envuelve buena parte de la propuesta, véase el exceso de extrañamiento en momentos de supuesto humor y, sobre todo, el tratamiento de las escenas nocturnas. Estos problemas quedan ejemplificados, concretamente, en el plano en el que los rostros de Carmen y Antonia quedan superpuestos en un reflejo. Nada fluye, los planos parecen estar conectados sin una continuidad orgánica; son estampas de cotidianidad dispuestas para un discurso preestablecido, justo lo contrario de lo que lograba la secuencia citada más arriba. Todo ello, en conclusión, demuestra una autoconsciencia a destacar, pero también una falta de cohesión y fluidez demasiado cargante.