Ha volado alto con su ópera prima la directora canaria Macu Machín. Su presentación internacional en Forum del pasado Festival de Berlín, dos premios en el Festival de Málaga y el de Mejor película nacional en el Documenta Madrid han provocado una gran expectación en su estreno este 13 de septiembre. Un proyecto que latía ya hace veinte años cuando la directora se encontraba en Buenos Aires realizando un máster de cine. Quizá hallarse tan lejos la arrastró a pensar en su raigambre, su esencia, su tierra, hasta materializarse muchos años después en este largometraje con la verdadera familia como protagonista. Acudir a su entorno más próximo le serviría de inspiración, a pesar de ciertos inconvenientes como alguna enfermedad de las actrices que causó un aplazamiento de un año al mismo otoño que vio nacer el rodaje. El trío de actrices está formado por su madre y sus dos tías, que se reencuentran después de años, en principio sin hacernos saber el motivo.
Hallamos un documental con alguna pátina de elementos de ficción que le confieren un aire fabulador. Ese inicio de una voz en ‹off› sobre fondo negro nos presenta la oralidad de fábulas pretéritas que se transmiten de generación en generación aportando una sutil fantasía a la historia. La narración deambula por terrenos afines al ‹western› clásico, pero afincado en la isla de La Palma. Un género que se hace universal y a la vez íntimo, reducido al marco rural de una pequeña familia formada únicamente por mujeres. Gineceo con lazos imperturbables inmerso en un costumbrismo y naturalismo de índole telúrico en el que se palpa lo atávico del paisaje y su influjo. Elementos naturales de esas zonas rurales vaciadas en las que la tierra aporta el sustento y el conflicto a la vez de miembros que sobreviven entre la tradición y un cierto misterio.
Arranca la película con una escena de una de las protagonistas cortando hojarasca, término que da título a esta historia y que siempre me ha parecido muy sonoro, tremendamente sensorial. Y así lo expone muy bien Macu Machín aportando una dimensión auditiva al trabajo de recolección de Carmen que se agacha una y otra vez ayudada por unas manos incansables que la definen mientras amontona un buen volumen que carga hasta casa. El documental ensambla muy bien los ruidos naturales del ambiente, los quehaceres del campo o de los animales con la música de Jonay Armas surgiendo tímidamente con los “destellos” de su flauta. Una banda sonora que muta con la estructura narrativa, quedando en un plano en apariencia latente. Perceptible con una presencia discreta, en ‹sotto voce›, aunque importante. Carmen hace fuego al inicio de la película con esas hojas y matorrales que hipnotizan con sus chasquidos, chispas y colorido. Llamas vivas que encontrarán su rima en la fase final y circular de la historia en otro fuego catártico de grandes dimensiones del que aún no desvelaré su origen.
La hojarasca fue frondosidad, un conjunto de hojas o maleza con segunda oportunidad y diferentes utilidades una vez caídas o secas. Según Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos, cuando éstas aparecen en conjunto representan personas, siendo también la hierba símbolo de seres humanos. Y es a partir de la escena de la recolecta y la quema cuando aparecen las hermanas a lo lejos en uno de los planos mejor conseguidos de la película. Dos mujeres que caminan lentamente a la izquierda entre una leve ventisca, un gran árbol a la derecha, gran fotografía y las notas de la flauta creando una atmósfera y textura enigmáticas.
El reencuentro en el hogar con Elsa (la madre de la directora) y Maura está planteado con la emoción propia de hermanas que tienen mucho que expresarse y lo hacen con caricias, respeto y una forma de hablarse cadenciosa, sin estridencias. Carmen se acuesta sola y escucha los ecos de las risas en la habitación contigua con una mirada entre nostalgia y felicidad que delata años de soledad a los que se había acostumbrado. Un silencio nocturno demasiado dilatado en el tiempo que rompen sus hermanas abriendo brechas de un pasado que ha pasado veloz. El viento mece los árboles al amanecer y se habla de una herencia. Pero el trabajo diario en esas tierras no se detiene por la visita y hay almendras que recoger caídas por el esfuerzo de las varas. Maura se queda sentada debido a alguna dolencia no especificada, pero que necesita los cuidados continuos y atención de Elsa, que vive con ella. Las hermanas mayores exhiben la huella del paso del tiempo en forma de manchas en la piel y cuerpos que caminan despacio.
Se encuentran escrituras antiguas, se recorre la parcela familiar midiendo con pasos hablando de repartos, divisiones, alejando poco a poco la sintonía fraternal. Pero los trabajos siguen, un nuevo día de recolección, de brazos extenuados que varean las ramas, sombras de mujeres trabajadoras en los telares que recogen los frutos que amontonan. Viento, sonidos propios del campo. Elementos naturales se entremezclan en la vida cotidiana de las tres mujeres que conviven hasta saltar la chispa de la incomunicación y el conflicto. Diferencias que revelan en el fondo a mujeres que no lo han tenido fácil, con vidas separadas cada una con su carga. Una en el campo familiar, la otra en la península cuidando a Maura desde siempre por su dependencia. Y esa confrontación verbal expresada sin rencor, mediante diálogos acompasados, aunque directos, se traduce por la noche en un temblor que se nota en el agua de los recipientes y que eleva ese misterio que siempre permanece en fuera de campo.
El estallido del volcán cercano entremezcla la historia familiar, su legado con la tierra. Ese suelo canario tan íntimamente relacionado con la actividad volcánica que ha construido su paisaje y que brota de nuevo. Sin desear eliminar la magia del relato, decir que no estaba prevista, por supuesto, la famosa y mediática erupción. La realizadora en alguna entrevista comenta que no contemplaba esa idea, pero que parecía que debía ocurrir, porque estaba subyacente en el guion de alguna forma. Aunque tampoco deseaba darle un protagonismo que supeditara el desenlace de la relación de las hermanas, sino que las acompañara en el tramo final como una eclosión desencadenada por el desencuentro.
Ese final magnético con la presencia de las llamas por la ventana, el rugir del volcán constante que silencia los ruidos cotidianos, entronca con otras películas rodadas en esas tierras insulares y que constatan el vínculo tan íntimo entre lo volcánico y lo humano como son Eles transportan a morte (2021) de Helena Girón y Samuel M. Delgado, o Un volcán habitado (2023) de David Pantaleón y José Víctor Fuentes. Todas con mayor o menor presencia de la erupción, pero sí reflejando lo que de seductor, hipnótico y estremecedor tiene simultáneamente. Un volcán símbolo de pasiones, de creación y destrucción a la vez, que entregó fertilidad al paisaje desde épocas remotas. Montañas de actividad latente callada y de amenazante belleza. El reflejo de su luz intensa en las dos hermanas que parten a la península de nuevo me lleva a la fabulosa Aqueronte (2023) de Manuel Muñoz Rivas (que, por cierto, colabora en el montaje). En esa atmósfera inquietante, en la incertidumbre en el coche con la cálida iluminación en el rostro de Maura. La música más enigmática, con una sensación de irrealidad e intemporalidad unidas al rugir de la explosión, me recordaron a los pasajeros de la barcaza por el río.
El documental finaliza con la vuelta al inicio de todo a través de foto de la infancia de las tres hermanas, a la tierra donde jugaron, crecieron. A sus árboles. Un final en que se regresa a la esencia, a la memoria con las dos mayores tumbadas en la tierra familiar. Cierre de un ciclo en que se funde realidad y ficción y en el que las protagonistas parecen vivir sin ser rodadas, con mucha naturalidad y templanza.
Profesora de Secundaria. Cinéfila.
“El cine es el motor de emoción y pensamiento”