Radu Mihaileanu presenta con La historia del amor un embrollo de historias que van y vienen desde la Polonia de la ocupación nazi hasta el Nueva York actual. Este despliegue de narraciones, que cruzan espacios y tiempos diferentes, queda lejos de alcanzar ese regusto de violación mental que produce la complejidad más absoluta de las grandes historias enrevesadas —donde tras experimentar el desbordamiento (que tanto irrita como excita y complace) consecuente del juego radical con el tiempo desde el talento y la gracia solo cabe pensar «menudos 20 años han sido estas dos horas»— para mantenerse en un continuo buceo en la Nada más absoluta. Y es que cuando te propones desarrollar un dispositivo argumental tan amplio y enredado lo interesante es atender a todas las posibilidades que puede padecer el espectador para superarlo, para volarle la cabeza: es decir, punzarlo con humor, aburrirle, cabrearle, agobiarle, enseñarle cosas bellas y feas, desquiciarle y volverle puto loco por no saber ya muy bien lo que siente y después liberarlo o no. Por el contrario, Radu Mihaileanu decide saltar de lo complejo de la propuesta a manifestar la intención de referir a un único elemento de todos los posibles: el amor en su dimensión más simple. Todo este juego entre una historia con ínfulas de Historia llena de afluentes que da vueltas sobre la misma idea común y sin pulir de amor como necesidad desesperada de unión que nunca se colma y que en sus ausencias y vacíos se intenta volcar todo resultado de una actividad marcada por la sensiblería exacerbada dando lugar a un contraste estéril que lleva a pensar desde la butaca —y lo que es peor, sabiéndote en la butaca, rompiendo todo pacto de inmersión en lo que en la pantalla se sucede—: vaya sala de espera más oscura esta.
Pero el director de La fuente de las mujeres parece percatarse de esta invasión de la neutralidad y actúa en consecuencia construyendo dos contrastes que, de manera análoga a ese juego manual bilateral que sirve de último embiste en la pareja de ultraciegos a las 7 de la mañana un sábado a ver si algún órgano responde ya o a ver si mejor será dormir, puedan causar algún efecto como último recurso. Por un lado Mihaileanu busca mediante el montaje resaltar el choque de las diferentes maneras que se erigen sobre un mismo sentimiento dependiendo de los lugares comunes de la época. Así, el cineasta rumano va de la Polonia de los años 30 a la Nueva York de nuestros días para saltar descontroladamente de la pareja de la primera que corre idílica por el jardín y pinta corazones en los árboles y esas cosas a los jóvenes de la segunda que cubren cualquier gesto digno por un manto de babas, redes sociales y manifestaciones de un aburrimiento inherente al joven al que, o bien no le interesa nada, o bien le interesa porque cree que debe interesarle aunque en realidad no le interese y solo lea información al respecto a regañadientes para sentirse un poco menos estúpido a sabiendas de que lo sigue siendo —porque no actúa desde su propio criterio sino desde el implantado por los márgenes artificiosos que deben ser ignorados con la misma fuerza que los espacios comunes que refuerzan la convención—. Por otro lado nos encontramos con un contraste un poco más agudo que viene para reforzar un poco el “no decir nada” de todo lo anterior, y que no es otro que el continuo responder con cierto humor al drama del viejo judío. Un enfrentarse a la vida este que a algunos nos induce unas buenas dosis de envidia y que viene a representar ese pensamiento que viene a decir: el mundo es una puta mierda pero ¿sabes de esto que están un español, un francés y un alemán tomando jarrazos en un bar…? Luego que el espectador juzgue el conjunto de todo esto, que a mi me la trae al pairo hacer juicios en base a algo tan subjetivo como es el gusto y sin poder ser objetivo por eso de no ser yo quien tenía un primer molde mental y un resultado material final sobre lo que poder elaborar una comparación (eso solo le corresponde al autor y a nadie más). Pero vamos, que está claro que esta Historia del amor nunca estará presente en una Historia del Cine.