Lo primero que hechiza de La hija de todas las rabias es la honestidad y el calor con la que la nicaragüense Laura Baumeister envuelve sus dos personajes primarios. María y su madre Lilibeth (mal)viven en un vertedero vendiendo deshechos y trapicheando con residuos hasta que estalla el conflicto que detona sus vidas: María envenena accidentalmente los cachorros que están a punto de vender y, a partir de ahí, la trama se tuerce y se parte en dos para devenir en una historia de esperanza y dolor. La joven protagonista será llevada a una planta de reciclaje para trabajar con otros niños mientras su progenitora intenta arreglar la situación. Pronto sabremos que dicho gesto de abandono será, en realidad, una heroicidad basada en la protección maternal, e impulsada por un intento de salvación ‹in extremis›.
La película de Baumeister se escapa de la fetichización de la pobreza y del sentimentalismo efectista a partir de una narrativa dura pero respetuosa, que aumenta ‹in crescendo› a medida que acompañamos a María en la desolación de esa espera. Y es que La hija de todas las rabias es, ante todo, una película de espera, que alcanza el clímax de desesperación pero se amortigua, por suerte nuestra, con la calidez del amor, ya sea traducido en la relación materno-filial (pura, auténtica, con todas sus asperezas y luces) o con la imágen de la amistad y la humanidad (un amigo, una camada de perros, un conductor de autobús). Habilidosa, la directora nos acerca a la protagonista con un drama bien trazado y emocionalmente calculado, que trasciende incluso, en ocasiones, a la ficción del guión y se aventuraría en las aguas del documental si no fuese por una filmación cinematográficamente inteligente y meticulosa.
Precisamente es ese naturalismo visual el que nos acecha y nos introduce en una atmósfera hostil, ruda, que se incrementa con detalles como las miradas infantiles (que reaccionan, como buenamente pueden, al horror y al infierno que las rodea). La supervivencia, motor principal de la película, se representa a través de la bestialidad. Una bestialidad por una parte alegórica y simbolista: con escenas de madre e hija jugando entre ellas, de forma tierna, a ser animales; o a partir de la manifestación de la madre, convertida en criatura de la selva, en los sueños de María. También hay una bestialidad presente que surge de secuencias realistas y explícitas, mostradas a partir de la brutalidad masculina, o de las violentas reyertas sociales en las que se ve sumido el país, y que ponen en riesgo la seguridad de la población.
El basurero funciona metafóricamente como la situación de un estado en descomposición, con una lectura social y política que recuerda a los invisibilizados y silenciados por la violencia criminal y gubernamental. Un vertedero que será entendido como un nido de desechos y muerte y, a la vez, una fuente de oportunidades y, por lo tanto, de mejores suertes. La cineasta bien sabe que incluso en el paraíso de la chatarra el amor prevalece y, por eso, la amistad y la ilusión del reencuentro sirven como flotador salvavidas, como fuerza centrífuga, proporcionando un resquicio de armonía y solidaridad pese a tanta destrucción. “«Nosotros quemamos todo antes de empezar de nuevo», dice una mujer, casi como una revelación, hacia el final del metraje. En la última escena, María camina hasta desaparecer del plano. La hemos acompañado durante una hora y media, pero ya no somos merecedores de su historia. Se ha ganado, a golpe de lágrimas y angustia, su libertad. Y su vida es suya, y solamente suya.