Echar un ojo a casi cualquier sinopsis promocional de La herida supone un desafío. Leer en ella el nombre del trastorno que padece su protagonista puede invitar a pensar erróneamente que lo que se va a contemplar será un drama casi clínico sobre sus síntomas y consecuencias; pero también, y sobre todo, anima al visionado de lo que puede suponer un salto sin red, una tremenda pirueta ejecutada por un novel. De Fernando Franco sabemos que se trata de un montador con decenas de títulos a sus espaldas –labor que alcanzó la cúspide de su reconocimiento con su reciente trabajo en Blancanieves–, además de autor de cinco cortometrajes. Su debut como director de largos ha sido la primera ópera prima española seleccionada a concurso en San Sebastián en cinco años, circunstancia que llama la atención al estar habitualmente destinadas a otras secciones.
Desde el primer minuto, la cámara de Franco sigue sin respiro cada uno de los movimientos de Ana, pegándose a su nuca como una carga de la que no se va a poder desprender. Trabaja en un hospital, atendiendo con solvencia a enfermos de complicado trato, y vive con su madre, separada de un progenitor con el que se intuye un turbio pasado nada explícito. Pero su rémora es un comportamiento autodestructivo que la guía continuamente hacia el fracaso, que cierra cualquier posible puerta y la mantiene presa de una terrible angustia.
Al contrario que en el texto promocional mencionado, la protagonista y el espectador desconocen la naturaleza concreta de su trastorno, ignorado por un entorno que mira hacia otro lado y bloqueado por ella misma, que prefiere acudir a los foros y chats como resquicio de salida en busca de una ayuda y consuelo que se niega de otro modo. Así, Ana entra en una espiral terrible de la que Franco, midiendo a la perfección sus recursos, sabe hacer partícipe al espectador. Porque la angustia que provoca La herida proviene de la ausencia de cualquier posibilidad de huida, que culmina en una cerrada estructura marcadamente circular. Lo que se nos muestra es desolador: a pesar de sus continuos altibajos y mejorías espontáneas, con las que uno se termina acompasando, Ana acaba emocionalmente en el mismo punto que empieza ante la terrible pasividad de su entorno.
Todo el peso de la película recae sobre Marián Álvarez, que ya destacó en Lo mejor de mí y aquí compone magistralmente un personaje con mucha mayor fuerza, saliendo victoriosa de un reto terrible que debería convertirla en uno de los nombres de la temporada. Hace totalmente creíbles las oscilaciones y desgarros emocionales de una Ana cuyo trastorno psicológico queda en segundo plano, porque lo que vemos es a una persona intentando salir adelante sin éxito ante una tremenda adversidad que se lo impide.
Otro enorme acierto de Franco es no querer sentar cátedra sobre ningún problema, al trabajar espléndidamente el personaje y no pretender convertirlo en un manojo de síntomas mentales, riesgo evidente que se corría. Hay algunas escenas, como las de la fiesta o la boda, terribles por cotidianas e inesperadas: cualquier comentario, un simple gesto ajeno, basta para devolver a Ana al abismo que guarda en su mente tras lo que desde fuera puede parecer una recuperación satisfactoria. Todos a su alrededor son conscientes hasta cierto punto de su condición, aunque no lo hagan explícito. La cámara no se despega de ella y no existe salida.
En conclusión, Fernando Franco no se ha limitado a superar el enorme reto que tenía delante: la herida que ha abierto duele, exige, es incómoda e intensa y se puede vaticinar que no cerrará de inmediato. Su debut supone la gran noticia del año en el cine español y destaca con creces entre los títulos de la descafeinada Sección Oficial de San Sebastián.