Volckman quiere analizar su propia interpretación de los grandes pensadores a través del suspense, y lo hace de un modo osco y arbitrario, analizando ese lado psicopático del filósofo. Uno de los personajes de The Room —uno puntual, pero determinante— se atreve a interpretar una de las máximas de Nietzsche, el hombre consigue su libertad en el momento en que muere Dios. Parece una máxima importante que explotar cinéfilamente (lo es en realidad), pero el entusiasmo de la grandiosidad se limita a palabras, como han hecho a lo largo de la historia los filósofos, pues la acción está siempre limitada por la cotidianidad.
Aquí entramos en materia, porque The Room tiene su parte enigmática, explosiva, fatídica y redentora, pero no acaba de enlazar sus ideas para que todo se vea compacto y alucinante. Se trata de una idea original del director, y no lleva a engaño admitir que la idea es buenísima: una joven pareja se muda a una nueva casa en medio de la nada y encuentran una habitación (La Habitación) que cumple todo deseo material que pronuncien en voz alta. ¿No suena espectacular?
A partir de aquí, sus dos protagonistas disfrutan de una montaña rusa emocional, que nos transporta por distintos puntos de vista. El éxtasis viene en formato anuncio de perfume travieso basado en una fiesta desenfrenada con colores, luces y cámaras aberrantes que se acercan y alejan de la pareja y sus cada vez más extravagantes caprichos. El bajón llega cuando esta historia entra en modo resaca y bascula entre el drama telefilmesco y el thriller intimista.
Porque lo quiere todo, quiere mantener la atención del espectador por la emoción familiar, el interés por resolver el galimatías del funcionamiento del cuarto de los deseos, y la excelencia de filosofar sobre los antojos infinitos y las consecuencias horripilantes de tenerlo todo.
Pero ese fuerte deseo de Volckman acaba comiéndose la historia con patatas. Si la película nos quiere demostrar que no se puede tener todo, el director no supo aplicarse la moraleja a sí mismo y se excede en sus peticiones. Y las chispitas luminosas se convierten en algo insostenible. Ni Nietzsche ni Kurylenco —que se transforma aquí en una montaña rusa emocional hiperactiva— saben parar esta especie de fin del mundo (con el protagonista masculino ya no contábamos hacía rato).
Así se demuestra que el ideal y las palabras son un magnífico ‹Macguffin› con el que aletargar unas cuantas almas curiosas, pero si estas potentes razones no se sustentan en el tiempo, no dejan de convertirse en banalidad pomposa y aireada. Aquí radica la decadencia de The Room, que se transforma en hastío pese a los giros infinitos de su última parte, donde contemplar las múltiples posibilidades de su historia por separado muestra impactos de originalidad, pero el batiburrillo imperioso de lagrimita-susto-giro cuando esos fragmentos inéditos se unifican, no inventa nada.
No hace falta pararse a meditar mucho para ver la lavadora donde meten una prenda roja mezclada entre la ropa de colada blanca. Un poco de temperatura y ya está, al final es todo rosa y nadie queda contento con el resultado. Sí, aquí quien sube la temperatura es el entramado eléctrico que rodea la casa, y seguir el origen de su creación hubiese sido mucho más gratificante que cualquier enrevesado dialecto aspirante a romperte la cabeza. Ojo, rompedora no será, pero entretenida lo es durante un buen rato, no está de más prestar atención a las buenas ideas sobre el papel, que un generador involuntario de creadores ‹ad infinitum› no lo vamos a encontrar todos los días.