Extrañeza, descolocación y una cierta sensación de vértigo. Esas son las sensaciones que, grosso modo, producen los primeros minutos de Room. Un impacto producido sin duda por la capacidad de síntesis, abstracción y sobre todo puesta en escena atmosférica que hace funciona como un puzzle intrigante. Uno no sabe a qué se está enfrentando hasta que las piezas encajan y cuando lo hacen finalmente el resultado no puede ser más devastador.
Porque no nos engañemos, este primer tramo inicial del film de Lenny Abrahamson puede que sea fundacionalmente un drama de connotaciones terribles, pero lo que el director irlandés hace magistralmente es trascenderlo hasta una suerte de terror epidérmico que no confunde lo tremendo de lo que cuenta con el tremendismo trillado de lo que fácilmente podía haber derivado (por argumento) en una barata TV Movie de secuestros.
Si insistimos tanto en el portentoso arranque de Room es precisamente porque su dureza casi instintiva, su complejidad, se rompe en un segundo acto donde, sea por falta de consistencia o arrojo, la película se va por derroteros muy distintos y, para ser claros altamente decepcionantes tanto a nivel estilístico como argumental. Algo que se intuye ya desde el punto de ruptura de la película, una escena clave (que no revelaremos por aquello de los spoilers) que determina la errática deriva formal y temática a la que asistiremos.
Aunque parezca algo irrelevante las miradas cobran gran importancia en el devenir de Room. La cámara investiga los recovecos de los espacios, igual que los recovecos emocionales de los protagonistas tratando de aportar nuevos ángulos, nuevas pistas. Se intenta loablemente que esta(s) mirada(s) al otro(s) creen la sensación de que todo no es blanco y negro y, ya de paso, mantener un cierto aire de suspense constante (bordeando el mal rollismo) en el ambiente. Sí, loable es esta intencionalidad en usar la cámara como elemento de matiz, el problema sin embargo llega por otras vías.
Se trata de la dispersión, de los traumas múltiples y variados que asoman por todos lados y que, lejos de aportar dimensión y profundidad disgregan lo que debería ser el foco de atención. Cierto es que la relación madre-hijo sigue siendo el eje en el que pivota el drama principal, pero por momentos se desdibuja perdido en otras batallas familiares, pseudocrítica a los medios de comunicación y dramitas varios que desgraciadamente confieren al conjunto eso de lo que brillantemente había sabido escapar: el look telefilmero.
Tampoco contribuye en exceso al resultado final el duelo interpretativo principal. Sí, aún a pesar de los múltiples premios y reconocimientos ni Brie Larson ni Jacob Tremblay están a a la altura de lo esperado. Larson (que por otro lado es una gran actriz) sufre el síndrome de la galordonitis, es decir, hace esfuerzos sobrehumanos por ser dramática e intensa y le acaba pasando como a la película: en cuanto abandona lo sutil cae en el dramatismo de brocha gorda. Del niño Tremblay poco a objetar excepto que parece un calco interpretativo de su madre ficcional: chillón en lo dramático, estreñido en lo introspectivo.
Room acaba siendo pues, por desgracia, un film de enorme potencial, cuyo arranque es sin duda uno de los más poderosos en la descripción del desgarro íntimo de los últimos tiempos. Una pena que toda esta energía se malbarate en un ir y venir de desorientación argumental, en un convencionalismo inesperado y en ciertos trucos argumentales de cartón piedra. Sí, si algo podemos lamentar es como un producto que podía haber sido dinamita acaba siendo puro fuego de artificio.