De la vuelta de un director como Neil Marshall al terreno de la serie B, que lo vio eclosionar como cineasta gracias a su ópera prima, Dog Soldiers (2002), se podrían extraer dos conclusiones: la del retorno a terreno conocido, a aquello que había funcionado ya con anterioridad; o la de una mirada nada desdeñable a las raíces, a ese marco que en algún momento pasó a ser algo secundario ante la asunción de un cine alejado de los ingredientes a los que se suele enlazar la serie B.
Con La guarida (The Lair, 2022) uno no acaba de tener la certeza de si realmente el británico acuña su nuevo largometraje como ese esperado retorno a los orígenes o, más sencillo todavía, encuentra en ellos un espacio en el que convivir dada la evidente carencia de medios (y de ideas) con que perfila una cinta que no se alza precisamente por el conocimiento demostrado por Neil Marshall en dicho medio.
Y es que, si bien es indudable que el autor de The Descent posee las piezas indispensables para facturar uno de esos productos cuya máxima aspiración suele encontrar en la casquería y diversión un todo, no se hallan en La guarida momentos que sobresalgan o doten al conjunto de la entidad necesaria como para estar ante algo que trascienda al mero pastiche. No resulta difícil, en ese marco, hallar todo tipo de referencias que encuentran en Resident Evil una máxima desde la que invocar tanto lugares comunes como el diseño de unas criaturas que resultan reconocibles a poco que se haya tenido una mínima toma de contacto con la primera (y ya clásica) entrega del juego de Capcom. Algo, por otro lado, ya común en el cine del autor de obras como Doomsday: El día del juicio.
Es, desde esa perspectiva, donde La guarida se desliza sin demasiado pudor a un terreno pantanoso por el hecho de recurrir a elementos que despersonalizan en demasía un trabajo que, dicho sea de paso, Marshall sabe adecuar a su propia parcela dotando al relato de un contexto que poco o nada tiene que ver con el dispensado por Shinji Mikami en su obra maestra.
Pero resulta tan obvio que no hay nada de decoro en la asunción de esos préstamos, como que las intenciones con que el cineasta británico asume su nuevo largometraje distan enormemente de crear algo significativo, que se mueva en un dominio donde lo particular otorgue algún tipo de valía al resultado final.
Deriva, no obstante, de la manera de encarar La guarida, un carácter desvergonzado que sirve para recoger ese aroma tan proclive a la serie B donde enlazar alguna frase palera y hacer que un espectáculo tan sangriento como inofensivo funcionen como ejes centrales del film. Poco parecen importar aquí la procedencia o personalidad de un grupo de personajes dispuestos a formar parte de la carnicería, si esta relega los defectos de la propuesta a un segundo plano y nos hace olvidar que, no nos engañemos, estamos ante un más de lo mismo que a lo máximo que aspira es a devenir un producto aceptable.
Puede que, en ese sentido, se le deba achacar a Marshall una falta de madurez impropia de un cineasta de su experiencia, pero quizá también resulte un tanto injusto a sabiendas del tipo de obra ante el que nos hallamos. Porque, en efecto, resulta difícil pretender que La guarida pueda aguantar el más mínimo análisis, pero siendo conscientes de su naturaleza también cabe resaltar que nos encontramos ante un ejercicio tan ciertamente olvidable como, en definitiva, resultón, que es al fin y al cabo a lo que habíamos venido.
Larga vida a la nueva carne.