La nostalgia ha demostrado ser un potente y atractivo recurso tanto para narradores como para los consumidores. Usado como fin vertebrador de infinidad de narraciones desde hace ya bastante tiempo, es posible que sufra desgaste, pero es que además está la otra movida: la nostalgia no siempre es para todos. No porque uno pueda aborrecerla, sino porque, para sentirla, a menudo es necesario que el espectador (en el caso del cine) haya vivido o presenciado algo similar a lo que ve. No siempre, claro, basta con contar las cosas bien o con manipularte como es debido (mira ahí Cinema Paradiso), lo cual no es tan fácil como parece. En cualquier caso, está demostrado que es algo que funciona y ya no importa ni la edad del consumidor ni, como decía, sus propias vivencias. De hecho, es un recurso que funciona más allá del cine o la ficción en general, porque sirve hasta de llanto entre los más mayores y no tan mayores. Un sentimiento que, incluso desde la queja, permite que alguien ligeramente olvidado vuelva a ser considerado relevante, aunque sea por la cantidad de gente anónima que argumenta en contra de sus afirmaciones, como la de «en los 80 disfrutábamos de más libertad que ahora». Frases, ensayos, libros o películas que, tras su fachada nostálgica, a menudo esconden una única verdad: que por aquel entonces los autores de una frase o de una obra eran personas jóvenes, tenían algo que ofrecer a los demás o su persona todavía interesaba a alguien.
En La gran juventud, los traductores del título original Les amandiers lo saben y por eso van al grano. La película, dirigida por Valeria Bruni Tedeschi y coescrita a seis manos junto a Noémie Lvovsky y Agnès de Sacy, da la sensación de contar una historia de tintes autobiográficos de las propias autoras, y más concretamente de la directora, dada la necesidad de mostrar a la protagonista con un casoplón y un mayordomo. De ahí se podría desprender la nostalgia, que al final se traduce sobre todo en el ser joven, tener mucha actividad social y vivirlo todo con intensidad. Pero contar una historia en los 80 y sobre gente joven no tiene por qué atraer a nadie si no ofrece algo más. He aquí la principal disyuntiva que produce La gran juventud: ¿la nostalgia puede funcionar cuando es autorreferencial y complaciente? Pues claro, ¿no es eso en sí mismo la nostalgia? Lo que ocurre es que retrata una realidad demasiado particular, la de unos jóvenes —en apariencia— pijos que quieren ser actores y cómo se relacionan mientras estudian en una escuela de actores bastante elitista. Como muchas películas sobre el mundo del teatro han mostrado antes, pasar tanto tiempo juntos y procesando emociones y sentimientos propios y ajenos tiene consecuencias. La gracia está, casi siempre, en cómo se nos cuenta.
La gran juventud no es ni la mejor juventud, ni muestra una juventud en marcha. Es, sobre todo, una historia un tanto sosa que abandona a personajes secundarios y les da valor según les interesa, dejando historias interesantes como lo que aparentemente fueron para sus protagonistas: algo que no les pilló de lleno, que les afectó también, pero no mucho. Porque, al final, lo de la nostalgia por la década de los 80, en este caso, es un poco como lo del viejo de 100 años que te cuenta que lleva fumando sin parar desde los 12 y sigue con una salud de hierro. El superviviente cuenta su versión, mientras que el resto de los muertos por cáncer de pulmón a los 60 no dicen ni mu. Por eso, si el mundo del teatro y los actores te interesa, y en cierto modo las historias de juventud (aunque aquí un poco sosas y repetitivas todas), es posible que esta película te interese. Es muy francesa, a veces intenta ser italiana y, en general, la música escogida a lo largo del film la eleva lo suficiente como para salir contento de su visionado. La elección musical y de la fotografía son sin duda lo mejor, además de las actuaciones. Porque La gran juventud es cine bien hecho, aunque no siempre funciona. En sus momentos buenos, es compasiva con sus personajes y conmovedora en general. La obsesión de esta reseña por la nostalgia, por ejemplo, existe cuando nos muestran algunas experiencias mínimas que sabemos que marcarán a sus protagonistas. Porque, en las relaciones personales, hay una realidad que asusta un poco, y es la de que muchas veces los recuerdos se nos van con las personas que los viven con nosotros, que algunas conversaciones dejan de existir también cuando con quien las puedes tener deja de estar. Reflexiones que se mostraban con mayor fuerza en Los pasajeros de la noche, por ejemplo, una película de tono y textura similares, también centrada en la década de los 80, y que tiene en común con esta el uso de la buena música y también la droga, pero cuyo desarrollo y descripción de los personajes es bastante menos estereotipada.