Decía aquél que el cine es la verdad contada a veinticuatro fotogramas por segundo. Esta manida frase, no siempre trasladable a la realidad del entorno cinematográfico, sí que se adapta a la perfección al cine edificado por Rithy Panh, sin duda el más reputado cineasta de origen camboyano e igualmente uno de los autores más interesantes e incontestables surgidos en el mundillo cinematográfico en los últimos veinte años. El cine de Panh supone una evolución natural y lógica de las vivencias que marcaron su infancia y adolescencia, de modo que las imágenes ideadas por este maestro de la captación esencial de la verdad brotan como una especie de terapia colectiva, que trata de proteger del olvido a esa memoria histórica colmada de crímenes y aberraciones difícilmente asimilables por una mente ilustrada en un entorno humanista, que intentó ser ocultada por los jemeres rojos a esa generación de camboyanos (y a toda la humanidad) que sufrieron los desmanes y desaires de Pol Pot y los locos iluminados que gobernaron el país asiático el último lustro de la década de los setenta.
Ese interés por arrebatar la simiente de la realidad indujo a Panh a optar por el cine documental como correa transmisora de sus preocupaciones e inquietudes a un público desconocedor de las circunstancias políticas, humanas y sociales que demolieron a la Camboya dominada por los jemeres rojos. Y este, es decir el cine documental, sigue siendo el género en el que Panh mejor ha sabido desenvolverse tanto en el arranque de su carrera cinematográfica como en ese trabajo descomunal, diferente y esperanzador que es su última obra estrenada hasta la fecha: la magistral La imagen perdida. Sin embargo, a diferencia de otros reputados documentalistas que como si de una peste bubónica se tratara rechazan cualquier propuesta de acercamiento al contexto de la ficción, Panh decidió debutar a principios de los años noventa en el ambiente no documental con un trabajo íntimo y personal que reflejaba, como una especie de espejo gráfico capitaneado por un guión, las duras condiciones de vida de una familia campesina camboyana en los años siguientes al derrocamiento del Régimen de Pol Pot.
Pero, pese a que el origen documentalista de Panh podría hacer pensar que La gente del arrozal forma parte de ese grupo de obras cuya obsesión por aspirar la vida de sus protagonistas impone un corsé rígido e impenetrable que soslaya la narrativa característica de una obra ficcionada, llama poderosamente la atención la total ausencia de esas mordazas que agrietan el periplo fabulado exento de realidad. Al contrario, Panh construyó en este primer acercamiento al universo de la ficción una obra perfectamente orquestada, que si bien cuenta con algunos dejes originarios del neorrealismo italiano de trincheras, huye en sus intenciones formales de todo halo documental, plasmando por contra una fábula amoral, demoledora y dolorosa desde una perspectiva puramente cinematográfica gracias al apoyo de unos actores que dramatizan a la perfección sus respectivos roles, un montaje contundente y meticuloso que no deja nada al azar, ciertos pasajes de irrealidad onírica incluidos para oxigenar el ambiente que otorgan pues a la cinta un esqueleto de irrealidad dentro del ecosistema neorrealista inicial y a una fotografía paisajista que absorbe el entorno en el que tiene lugar la epopeya pero que evita el desgarro adulterado y corrompido para apostar por la épica del padecimiento como hilo conductor de una historia tremebunda, pero a la vez clarividente acerca de las míseras condiciones de vida que marcaron a esa generación de campesinos que levantaron Camboya desde el abismo a esa incipiente modernidad que trata de asomarse en la Camboya actual . Todo ello impregnado con un ritmo que combina los silencios característicos del cine trascendental asiático con una cadencia dinámica y regular que circula sin impedimentos siempre hacia adelante, empapando de esta manera el compás que define a la cinta con un estilo más próximo en cuanto a engranaje fundacional al cine europeo de autor que al propio del continente asiático.
Así, la película teje un argumento muy sencillo, centrando la mirada de Panh en una sacrificada familia de cultivadores de arroz compuesta por el cabeza de familia Poeuz, su esposa Yim Om y sus siete hijas que malviven de los escasos recursos que cada año les ofrece el cultivo de arroz en una destartalada casa de bambú. Como buena familia campesina la existencia de la estirpe se reducirá a seguir los ciclos de la vida que la llegada silenciosa de las estaciones conllevan cada año. De este modo las risas y las alegrías brillarán por su ausencia entre regadíos, recolectas, plantaciones y esa lucha por resistir las inclemencias del medio ambiente en una economía de mera subsistencia. Sin embargo, dos infortunios se cebarán con Poeuv y Om en esta nueva estación. Primero una cobra picará el pie de Om perturbando de este modo el estado psicológico de la labradora. A ello se unirá el hecho que una espira se clavará en el pie de Poeuv, impidiéndole trabajar con normalidad en la plantación de arroz. Una desgracia que retrasará la recolección de la cosecha poniendo ello en serio peligro los ingresos de la familia.
Estas dos desdichas tomarán distintos derroteros. Si bien Om se recuperará de la picadura de la cobra, Poeuv sufrirá una terrible infección en la herida causada por la espina que tiene clavada en el pie, lo que provocará su muerte. A partir de ese momento, Om deberá encargarse del gobierno de siega de arroz junto con sus siete hijas. Pero el carácter inestable y débil de Om la conducirá a un estado de esquizofrenia y locura, que obligará a la hermana mayor de la familia a tomar las riendas de la misma para evitar el total desastre y ruina de una estirpe acechada por la mala suerte y la enfermedad.
Con estos mimbres argumentales, Panh edificó una obra demoledora plena de desesperanza. El camboyano huyó de todo indicio de compasión tanto con sus personajes como con el espectador, mostrando sin tapujos la destrucción y ruina tanto moral como económica de una familiar perseguida por las adversidades del destino. Así, seremos testigos de la degradación de Om, una mujer luchadora y optimista que finalmente caerá en el abismo de la depresión y la locura totalmente derrotada por las circunstancias brotadas de la naturaleza. Y es precisamente éste otro de los puntos fascinantes del film: la dramatización de la lucha del hombre contra el entorno natural y sus infructuosos esfuerzos por vencer la fatalidad emanada desde las simas del cielo y la tierra. Y esa pelea encarnizada llevada a cabo por el hombre, choca de frente con la tranquilidad de los amaneceres en los campos de arroz de Camboya infectados por mosquitos, cantos de insectos, cobras venenosas, arbustos armados por púas venenosas y el arroz… Ese fruto señal del sustento y sufrimiento del continente asiático que observará impasible e imperturbable el discurrir de la vida de sus recolectores. Puesto que para el arroz la vida y la muerte de los hombres son solo ciclos que acompañan su crecimiento. Un periplo natural que los hombres pretenden acotar y evitar. Pero el arroz sabe que los hombres son ineptos por naturaleza. Porque por más que se empeñen en alargar la vida y evitar el sufrimiento, éstos son fieles compañeros con los que el ser humano deberá saber convivir si es que éste desea mantener su estado de aquiescencia dentro de los límites de la cordura.
Desde el punto de vista técnico, La gente del arrozal es sin duda una obra digna de admiración. Poseedora de una fotografía que capta la esencia del medio natural en el que discurre la trama con una paleta de colores muy sugerente y atractiva —sin duda recuerda a las pinturas de Paul Gauguin por su magistral impresionismo visual— a la vez que un montaje poderoso que engarza los planos con una aparente sencillez para nada sencilla. Igualmente los actores —particularmente las actrices— están estupendas, cumpliendo a la perfección con sus respectivos roles, empapando de este modo el ambiente de esa depresión paranoica que irradia en la trama. Todo ello convierte a La gente del arrozal en una de las películas clave de los años noventa tenedora de una poesía del desconsuelo difícilmente localizable en otras obras de su mismo talante, que permite visualizar una obra humanista, honesta y coherente con una manifiesta intención documentalista pero desde un apuntalamiento de cine de ficción puro. Sin duda una obra que eleva a los altares a un cineasta al que por suerte le queda mucho terreno que sembrar en el futuro.
Todo modo de amor al cine.