Ahora sólo ocurre de forma muy esporádica, pero hubo un tiempo en que ambientar las historias de terror en épocas remotas (la Edad Media, preferentemente) era algo muy común dentro del género. Toda la tradición gótica bebe de estas fuentes históricas, caldo de cultivo para todo tipo de narraciones plagadas de oscuridad, misterio, superstición y salvajismo irracional. La Hammer legó un buen puñado, pero desde productoras rivales como la Tigon también llegaron obras interesantes. La que hoy rescatamos es un gran ejemplo de ello.
Ambientada en una pequeña aldea británica a mediados del siglo XVII, la cinta del eficiente Piers Haggard cincela una turbadora trama de brujería y satanismo aprovechando tan rico contexto temporal y geográfico, con los coletazos oscurantistas del Medievo alimentando todavía el temor de esos campesinos a lo sobrenatural. Si La cinta blanca depuró una serie B como El pueblo de los malditos hasta el punto de transformarla en una espartana y hermética reflexión sobre el miedo, la educación y la naturaleza contaminante del Mal, La garra de Satán puede contemplarse como un ‹exploit› morboso de todas aquellas leyendas que sobre Satanás (y sus demonios menores y serviciales) se han ido escribiendo a lo largo de la historia.
Sátiro calentando el motor de virginales púberes (con una pletórica y eróticamente perversa Linda Hayden a la cabeza) e instruyéndolos en el arte de la crueldad y el asesinato, el diablo antropoide que embelesa a los inocentes desde las profundidades del bosque entronca con una tradición cinematográfica que hizo de la brujería y la magia negra la principal herramienta a la hora de explorar los abismos de la condición humana. La semilla del mal era implantada por el maligno, por supuesto, pero lo verdaderamente fascinante y terrorífico nacía de la propia fuerza icónica que desprendía la imagen de un niño/adolescente (la imagen de la inocencia, en definitiva) cometiendo actos inequívocamente atroces, perversos.
¿Quién no recuerda a la pequeña Kyra Schon devorando a su incrédula madre en La noche de los muertos vivientes? ¿O al entrañable Damian aniquilando telepáticamente a quien se pusiera en su camino en La profecía? ¿O a todos esos pequeños malditos de pelo blanco desencadenando el terror a golpe de gélida mirada en aquel clásico ya citado de Wolf Rilla? De entre todas las aportaciones, quizás la más incómoda (y valiente) fue la que nos dejó el mítico Chicho Ibáñez Serrador en ¿Quién puede matar a un niño? precisamente porque el origen de tanta maldad resultaba todo un enigma. Esta sólo existía como prolongación amoral de los propios juegos infantiles de los protagonistas.
La película de Haggard no se muestra tan ambigua en su explicación de la génesis del Mal, apelando directamente a los restos de un viejo demonio que aún ejerce su poder desde su morada en el bosque, pero ello no implica que su verdadero origen se encuentre en un perturbador caso real: el de Mary Bell, una niña británica de 11 años que, en 1968, estranguló (con la colaboración de otra joven de 13 años) a dos niños de tres y cuatro años de edad, al segundo de los cuales también le cortó un mechón de pelo y le amputó los genitales con unas tijeras, en un acto probablemente arbitrario y malsanamente lúdico, pero que remite a las prácticas rituales satánicas y otros ejercicios típicos de los cultos diabólicos.
Lo mejor de La garra de Satán está en todo esto que comentamos: contemplar cómo la inocencia —ese grupo de niños captando víctimas ingenuas para sus particulares juegos macabros— conoce la maldad y la celebra en aquelarres y fiestas paganas dignas del dios Pan. Aquí Haggard logra cuajar un clima de perversión, suspense y desasosiego francamente notable, que encuentra realce en la figura tan hermosa como inquietante de Hayden, que regala al espectador un desnudo integral maravilloso que a punto está de hacer abandonar el hábito al buen párroco que interpreta Anthony Ainley.
Desafortunadamente, la película tiene que lidiar con dos lastres demasiado pesados: uno proviene del propio guión (escrito por Robert Wynne-Simmors), disperso y torpe en su discurrir, incapaz de mantener una coherencia interna que le permita entrelazar las peripecias de los distintos personajes sin que la trama central cojee (resulta frustrante, por ejemplo, el modo en que se abandona el interés por los jóvenes recién casados tras dedicarles unos primeros minutos que engañan sobre su futura importancia dentro del desarrollo de la historia). También abundan los personajes mal dibujados (el juez) y algunas situaciones algo inverosímiles, aunque disculpables.
El otro lastre tiene mucho que ver con la productora que levantó el proyecto, la Tigon. Quien conozca un poco parte de la filmografía de la compañía (integrada por títulos como La maldición del altar rojo, El deseo y la bestia o Virgin Witch), coincidirá con servidor en que el cuidado por el detalle no es precisamente su mayor virtud. Si bien la recreación de esa aldea británica es competente y digna, uno no puede dejar de percibir un tono general de pobreza en el diseño de vestuario y en algunos detalles aislados de ambientación, como de fiesta medieval de parque de atracciones. Esto se percibe particularmente en algunas prendas de los actores y, muy especialmente, en unos pelucones (el del héroe de la función, un émulo de Harpo Marx) dignos de cualquier carnaval de pueblo.
No obstante, el núcleo argumental de la película (la caída en los placeres diabólicos de los jóvenes de la aldea) es tan interesante y sugestivo que estos defectos puntuales no llegan a impedir su disfrute, al menos si uno conecta con estos ejercicios de terror que utilizan la figura del niño para describir formas inéditas de maldad. Haggard, por su parte, intenta inyectar intensidad a un conjunto quizás algo más necesitado de estilo (la psicodelia medio alucinada del final no termina de resultar convincente), pero que demuestra competencia y sentido de la perversión en aquellos momentos que lo requerían, como el primer asesinato de los chavales o las ceremonias de culto al diablo en las que la violencia, carnal y psicológica, logra mantenernos imantados a la pantalla, fascinados (una vez más) por el poder del Mal en sus múltiples manifestaciones.