Dos conocidos, una aparente amistad que ha quedado relegada a un segundo plano por la erosión del tiempo, se encuentran en la casa del difunto padre de ella, Blanca, quien lidia con los recuerdos de un pasado que la madre no parece querer afrontar. Pero todo cambia en el momento en que Luis, el visitante, empieza a cuestionarse una verdad que se aleja de esa familiaridad que asomaba durante los primeros compases de film. Es entonces cuando algo se rompe, deja de seguir un orden establecido y, en efecto, la realidad se ve vulnerada por la ficción, o a la inversa, poniendo en una tesitura comprometedora a sus dos protagonistas.
La función emerge así como una propuesta que parte de una premisa tan a priori sencilla como verdaderamente compleja. Porque, por un lado, aborda una idea cuya base se puede definir con manifiesta puntualidad, pero a su vez dispone el terreno para abordar temas que poseen muchas más aristas de las que podría disponer ‹per se› el relato. Y es que la introspección que realiza el cineasta madrileño José Gasset no se detiene ni siquiera ante la finalización de la obra: deja las puertas abiertas a discurrir en un espacio que no tiene límites, donde el cine —y su prolongación en la realidad— surge como herramienta para cuestionar la propia sustantividad, pero asimismo como reflejo de aquello que esta puede aportar a la ficción en sí.
El film se articula pues figurando una suerte de trampantojo donde la línea entre la existencia y esa mencionada ficción deviene indivisible, no llegando a percibir por momentos qué forma parte de la obra, y qué es del todo auténtico, creando parte de la imagen que generan ambos personajes, alejado de unas líneas de diálogo que se repiten constituyendo la simulación en la que nos veremos inmersos. En este aspecto, la cinta no interpela únicamente al espectador, y lo hace también con quienes se alzan como dueños de esa “función”, explorando las vicisitudes y mecanismos del acto interpretativo por sí solo, y cómo estos se relacionan con el propio estado del actor o, dicho de otro modo, cómo cada momento afecta a la percepción de la misma obra.
No hay más de lo que se ve y lo que se oye, pues quien puede pronunciar las conclusiones sobre si estamos, en efecto, ante una gran farsa, un engaño llevado hasta las últimas consecuencias o no, es el público que se ve inmerso, con los actores, en el bucle perpetuo que escenifica la representación. El cine se desvela así como un gran escaparate, como una gran mentira de vidas no vividas, en la que la existencia es una función (volvemos a ese concepto) en sí misma, una obra predeterminada que contrapone los sentimientos ajenos a la ficción estableciendo una línea marcada e intransferible —como sugiere Blanca cada vez que habla de sus marcas; o el rigor con que su madre, a la que da vida Núria Prims, controla el proceso—.
Pero La función no se queda anclada en un único camino, desde ese cuestionamiento perpetuo, y en ese sentido hay que remarcar un trabajo formal considerable: es en la primera inmersión de Luis en ese hogar donde se desarrollará la presunta función, donde Gasset ya establece los lindes de un escenario en el que moverse como si de un laberinto de sombras se tratase. El tratamiento del blanco y negro cobra una dimensión distinta desde esa perspectiva, e incluso incide en una experiencia que, en un primer momento, se torna inmersiva, algo acentuado por el plano secuencia que el aquí debutante dispone, trazando algo más que los confines del lugar en el que nos moveremos, también los del propio relato, de una crónica definida pero únicamente hasta cierto punto.
Nos encontramos, en definitiva, ante una sugerente pieza que expone un debate sin necesidad de que este marquen sus límites, confrontando de ese modo una mirada sobre cómo aquello que nos moldea puede llegar a interferir en la ficción, o acerca de cómo la ficción puede construirse sobre un estado —algo que Blanca Parés refleja con certeza a través de su notable interpretación—; así, la ficción constriñe la realidad a su vez que esta la dota de unas propiedades distintas. La función es una obra en permanente debate y, como tal, debe aceptarse su naturaleza incluso en esos instantes en los que todo parece fruto de la improvisación, un objeto al fin y al cabo también presente que describe a la perfección el carácter voluble de un arte sin el que quizá se antojaría (todavía) más complicado entendernos a nosotros mismos.
Larga vida a la nueva carne.