El reciente estreno en carteleras españolas del documental de Eryk Rocha Cinema Novo brinda una estupenda oportunidad para reivindicar una figura indiscutible del cine latinoamericano como fue Leon Hirszman. El autor de San Bernardo fue junto con Glauber Rocha el líder intelectual del movimiento de tintes revolucionarios que surgió en el cine brasileño de los sesenta. De hecho la considerada película fundacional del Cinema Novo, esa pieza de arqueología titulada Cinco vezes Favela, fue un proyecto ideado por el propio Hirszman en colaboración con cuatro colegas y amigos entre los que se encontraban los aclamados Joaquim Pedro de Andrade o Carlos Diegues.
Hirszman procedía de una familia de judíos polacos que emigraron a Brasil en la década de los treinta huyendo de la persecución nacionalsocialista. La recta educación que procuró infundirle su progenitor, hecho que influyó para que Hirszman se graduara en estudios de ingeniería, no fue un obstáculo para que el inquieto futuro realizador se decantara finalmente por saborear su auténtica pasión, que no era otra que el universo del séptimo arte. Respaldado por su inquebrantable ideología comunista, sin duda Hirszman fue parte destacada de ese grupo de cineastas de izquierdas que surgieron en la combativa América Latina de los sesenta y setenta, el autor de Los que no usan corbata empleó el altavoz que le proporcionaba el medio cinematográfico para verter sus obsesiones y anhelos, que no eran otros que los de transformar la realidad social de ese Brasil colmado de injusticias y desigualdades que le tocó vivir, aplicando a través de las poderosas imágenes que adornaron su obra su personalísima receta para sanar su país de las corrupciones y amoralidades inherentes a la burguesía capitalista, pero igualmente a esas clases desfavorecidas contagiadas de supersticiones y miedo y por tanto incapaces de romper el tiránico yugo que apresaba su minúscula libertad.
El cine de Hirszman ostenta una mirada muy nihilista y desgarradora, sin duda pesimista, alrededor de la maldición que perseguía a las clases medias brasileñas, reprimidas por sus contradicciones y luchas espirituales. Unas clases hechas a sí mismas desde las cloacas sociales gracias a sus esfuerzos, pero contaminadas por una miseria subterránea e individualista que estimulaba la traición y la infidelidad a la causa común, incluso en el seno del nicho familiar. Pero este tenebroso examen del sustrato brasileño, lejos de ser acometido con una perspectiva áspera fue representado por Hirszman desde una estética preciosista, ligada a una concepción cinematográfica pulcra y pulida de maestros como Antonioni o Bergman, dando rienda suelta pues a una arquitectura perfectamente planificada y por tanto sólida, montada a través de hipnóticos planos fijos dotados de una sublime profundidad de campo. Cuadros y paisajes diseñados para posibilitar el lucimiento de unos actores dirigidos con la paciencia de un artesano formado en las tablas escénicas. Asimismo, para Hirszman el cine creado en los grandes estudios era una perversión, por lo que los escenarios seleccionados por el autor brasileño siempre estaban apegados a las calles, festejos y rincones más recónditos y salvajes de su país natal.
La pasional y desordenada personalidad de la que hizo gala este fantástico artista, fue igualmente una especia picante y enriquecedora que condimentó su obra merced a esa libertad y vehemencia con la que empapó su cine. La desgracia que perseguía a los personajes de sus películas igualmente se cebó en la vida real con Hirszman, el cual falleció con tan solo 50 años víctima del SIDA, parece ser que provocado por una transfusión con sangre contaminada por este virus que tantos estragos causó en la década de los ochenta.
La importancia de Leon Hirszman dentro del Cinema Novo viene motivada, además de por sus incipientes y viscerales aportaciones en el ámbito del cortometraje neorrealista y de su liderazgo intelectual, por su debut en el largometraje. Puesto que su ópera prima, La fallecida, acabó convirtiéndose, ya desde su estreno, en una de las cintas icónicas de esta reivindicable escuela, legando a la misma alguna de las estampas más sublimes e imperecederas de la historia del cine brasileño.
La Fallecida es una obra prodigiosa. Un cuento moral apegado a la más obscena realidad en lo que nada es lo que parece. Sí. Porque uno de los puntos más fascinantes de esta obra es su formato de relato alrededor de la desgraciada y vacía existencia de un ama de casa llamada Zulmira (interpretada magistralmente por la gran dama del cine carioca Fernanda Montenegro, figura que los amantes del cine de aquellas latitudes recordaran por su memorable personaje en la galardonada Estación Central de Brasil). Una mujer atrapada en un matrimonio vano y frívolo donde no existe cabida para el cariño ni el afecto debido al carácter amargado y hueco de su marido Toninho, un desempleado preocupado únicamente por seguir las andanzas de su equipo del alma, el Vasco da Gama, así como por pervertir su fracaso en billares y bares de mala muerte en los que gastar los escasos capitales que aún le quedan de su indemnización por despido.
Las nulas atenciones que Toninho despliega con Zulmira, impulsarán a la desdichada a pasar sus mañanas en casas de adivinación y vagando por las inhóspitas calles de Río de Janeiro bajo intensas lluvias amazónicas. Así, la escena inicial de la película mostrará a Zulmira arribando a la casa de una adivina, quien esconderá su vocación para evitar caer arrestada por la policía. La pitonisa pronosticará, sin muchas ganas, un misterioso devenir en el futuro de Zulmira: la presencia de una mujer rubia de la que tendrá que guardar cuidado. Atormentada por el diagnóstico derramado por la vidente, Zulmira caminará como una sonámbula sin conciencia temerosa del advenimiento de un seguro suplicio.
Así Zulmira decidirá contratar en la funeraria del barrio, regida por una pareja de jóvenes comerciales más interesados en las faldas que en los negocios pecuniarios, su propio entierro. Un entierro lujoso, ostentoso, derrochador. Como la misma Zulmira se jacta, el entierro más grandioso y fastuoso que jamás se ha visto en la ciudad. Esa fascinación por su propia muerte será un enigma. Adivinamos que Zulmira puede hallarse aquejada de una grave dolencia (Hirszman nos embaucará en esta creencia retratando un par de escenas en los que la protagonista asiste acompañada de su madre a la consulta de un matasanos con el fin de desechar el diagnóstico de un cáncer de mama cuya presencia parece temer más la progenitora de la paciente que la misma doliente), siendo este hecho el que provoca el acierto de su temprana muerte. Sin embargo, la valoración avalada por el médico descartará la presencia de la mortífera enfermedad en el cuerpo de Zulmira.
Pero tememos que algo se está cociendo en la mente de nuestra heroína. Una enfermedad quizás invisible, quizás vigente en un estadio ajeno a nuestra percepción consciente. Un estado catatónico y enfermizo corroe el alma de Zulmira. Un acontecimiento que la induce a querer abandonar este mundo. Un mundo que ya no la atrae ni la satisface, sumida en un dolor y un pesar perpetuo e imposible de zafar. Una aflicción ligada quizás a la falta de libertad. A la insatisfacción de las rutinas cotidianas. A la amargura de un matrimonio que adopta la forma de una cadena perpetua. A la sanción de la invisibilidad en un mar de rostros sin rasgos ni semblantes familiares. Los de una ciudad infectada de miseria tanto económica como moral, habitada por unos ricos cada vez más alejados de los pobres. Una urbe donde la aventura acaba derivando hacia una espiral de pecado sin medios de salvación. Un entorno donde la muerte es más atractiva y seductora que una vida penada por las carestías y la ausencia de expectativas.
Y así, tras una portentosa escena, emblema del cine brasileño, en la que Leon Hirszman fotografía una purificadora lluvia que empapa el rostro sonriente, en pleno éxtasis de redención, de una Zulmira, con el rostro bello y sin maquillaje de Fernanda Montenegro, que ríe sin motivo aparente mostrando esa felicidad que la es ajena en el resto del metraje del film, la película dará un giro de ciento ochenta grados. Finalmente Zulmira alcanzará su deseo de morir. La muerte parece sanar las heridas presentes en el alma de nuestra desconsolada protagonista. Pero un anuncio que Zulmira relatará como último deseo antes de perecer a su superficial marido desencadenará un pérfido laberinto de mentiras, engaños y apariencias que Hirszman, con la habilidad y talento de un funambulista versado en las finas artes de la cacería inspirada en esos señuelos en los que caen sus presas, cimentará con un desenlace inesperado, abrupto y mesiánico en el que seremos conscientes de que hemos asistido a un gran engaño, a una fábula moral sobre la amoralidad de esos personajes aparentemente íntegros y despojados de secretos. Un embuste que suscitará un vuelco en nuestra percepción, el de un personaje aterrado por su culpa que solo deseaba fallecer a causa del dolor de no poder alcanzar su liberación de la indigencia económica y amorosa que la lastraba.
Este tour de force eleva a La fallecida a los altares narrativos. Puesto que alumbrará la misma como una epopeya filmada a modo de una odisea realista que derretirá hacia ambientes irreales. Así, Hirszman logró su objetivo de incomodar al espectador, concienciando al mismo acerca del desamparo presente en esas clases humildes alienadas por su individualismo y por la superficie. Una ciudadanía incapaz de rebelarse en contra de su opresión, asumiendo la misma como un hecho inherente a su existencia. Porque para alcanzar la felicidad es necesario tomar las armas y enfrentarse a nuestros amos. No hay posibilidad de cambio sin lucha ni sacrificio. Al contrario. Quien se conforma con su mansedumbre acabará otorgando mayor valor a la muerte que a la propia vida. El conformismo concluye en derrota y decadencia. La subversión en triunfo y libertad.
Todo lo expuesto convierte a La fallecida en una de las mejores películas del cine latinoamericano. Una obra rupturista y terriblemente moderna, filmada como los ángeles por un debutante Hirszman. Y es que la película contiene alguna de las imágenes más magnéticas y hermosas del cine de los sesenta. A la ya comentada secuencia clave de la ducha de lluvia de Fernanda Montenegro, hay que añadir las magníficas tomas rodadas en las calles de Río de Janeiro al más puro estilo de la Nouvelle Vague más aguerrida. La fotografía, en un bonito blanco y negro, es elegante y precisa, combinando un estilo antropológico que aspiraba retratar el panorama de la época con una concepción cinematográfica vanguardista de alta escuela en la que destaca la profundidad y serenidad de los capítulos más poderosos y sugestivos que adornan el film. Sin duda La fallecida es una de esas películas que no pueden perderse los amantes del cine imperial que sacudió el ámbito cinematográfico en los años sesenta.
Todo modo de amor al cine.