Konrad Wolf fue el mejor cineasta de la extinta República Democrática Alemana. El oscurantismo y autarquía que dominó el estado de las cosas en la Alemania Oriental hasta la caída del muro de Berlín quizás haya tapado el arte de uno de los cineastas más estetas y dominadores de la técnica cinematográfica surgidos en la Europa de los años cincuenta. Su filmografía estuvo rotulada profundamente por su propia biografía. Hijo del escritor y diplomático judío alemán Friedrich Wolf y hermano del que se convertiría en uno de los más siniestros cerebros de la Stasi, Markus Wolf, sus vivencias estuvieron marcadas por la huida de la familia Wolf a Moscú tras el arribo al poder del partido Nazi con la instrumentación de sus políticas de persecución a la comunidad judía en la Alemania de 1933. Fue en la Unión Soviética el lugar donde Konrad tuvo sus primeros contactos con el mundo cinematográfico. Así nombres como Mikhail Kalatozov o Mikhail Romm influyeron de forma notable y muy perceptible en el cine y puesta en escena que señaló el rumbo del joven cineasta alemán.
Con tan solo 17 años, Wolf se unió al Ejército Rojo que luchaba encarnizadamente contra el ejército nazi, formando parte del regimiento que tomó Berlín en 1945, hecho que el autor de Lissy plasmaría en la autobiográfica e imprescindible Yo tenía 19 años. En la carrera de Wolf se repitieron una serie de constantes que distinguieron su prosa gráfica. Por un lado su tendencia a recuperar la memoria histórica del exterminio sufrido por el pueblo judío a manos del pueblo alemán, ya fuera el escenario elegido para reflejar esta dantesca etapa histórica las trincheras de la II Guerra Mundial o el período de entreguerras mostrando las causas que provocaron el alzamiento de la clase media alemana en contra de la colectividad judía, semilla que daría lugar al demonio nacionalsocialista. En segundo lugar, Wolf optó por una narrativa muy literaria —inducida por el hecho de versar sus películas sobre adaptaciones de novelas, pero igualmente cuando se trataba de guiones originales— consistente en entregar el poder de narración a una voz omnisciente que como una especie de juglar irradiaba la información precisa que permitía fluir las tramas de un modo tan poético como preciso. Y finalmente, y quizás el punto más fascinante de su obra, en el cine de Wolf se hace sentir la influencia en el montaje y la puesta en escena del séptimo arte soviético. Así, los espectaculares travellings, acompañados de líricos fundidos repletos de nostalgia, tomas cenitales que quitan el hipo o primerísimos planos de los rostros de unos actores mezclados con unos contrapicados que reflejan los cielos y edificios de la Alemania Oriental evocan sin duda al imaginario del genio Mikhail Kalatozov. No existe otro cineasta, que un servidor conozca, capaz de absorber la esencia y concepción del arte del autor de Soy Cuba como Konrad Wolf, aspecto que sin duda debe llamar la atención de los múltiples admiradores con los que cuenta el cineasta georgiano.
En este sentido, La estrella de David – Sterne se alza como un perfecto vehículo para introducirnos en el universo creado por este soberbio cineasta. La película narra, a través del prodigioso flash back que abre el film, la partida hacia Auschwitz de un grupo de judíos búlgaros encerrados en un campo de prisioneros sito en una pequeña localidad de aquel país. De este modo, Wolf abre la película mostrando el final que nos espera, despejando por tanto todo el misterio o dudas existentes respecto al sino que esperará a los protagonistas. Esta estrategia narrativa permitirá no obstante reflejar el poema trágico que recorrerá los noventa minutos de metraje. Una oda protagonizada por un extraño y hermético personaje. Un suboficinal nazi poseedor de un carácter triste, nostálgico y humanista, hecho quizás derivado de la profesión que tenía el mismo antes del estallido del conflicto bélico: un pintor de marcada tonalidad romántica, punto que le ha nominado entre sus compañeros con el mote de Rembrandt.
Walter, que así se llama realmente nuestro héroe, se muestra como un ser solitario, aquejado de una lacerante cojera fruto de su participación en la batalla de Leningrado, anhelante de paz, a la vez que contradictorio, pues su carácter humanista y pacífico chocará contra las ordenanzas y obligaciones que le acarrea la custodia del campo de prisioneros judíos del que debe velar su orden y seguridad. Así, Walter hará migas con un lugareño búlgaro llamado Petko sobre el que existen sospechas de pertenecer a las brigadas partisanas que acechan a los militantes nazis y a sus colaboradores del ejército búlgaro que administran el pueblo con mano de hierro, y también con una luchadora y angelical prisionera judía llamada Ruth, antigua maestra de escuela, quien no dudará en pelear por la dignidad y derechos humanos de los prisioneros judíos reclamando de Walter esa justicia y honor que parece haber abandonado al pueblo judío.
Así, Walter empezará a sentir una irremediable atracción hacia Ruth. Un arrebato que pugnará contra las nuevas órdenes llegadas de Berlin, las cuales indican que los prisioneros deberán ser trasladados en tren a un campo construido en la localidad polaca de Auschwitz, en principio para ejecutar labores de recolección y cultivo, si bien pronto Walter conocerá que el verdadero destino que deparará a los prisioneros será el de ser exterminados. Ello incitará al oficial a tratar de socorrer a su amor, debiendo Ruth elegir entre la salvación proporcionada por el plan de escape ideado por Walter o por contra no traicionar a su comunidad acompañando a la misma a esa muerte segura que espera al final del camino. En paralelo asistiremos una subtrama que relatará las pequeñas escaramuzas de unos partisanos que contarán con la ayuda de Petko y algunos jóvenes lugareños quienes tratarán de lograr unos minúsculos triunfos frente al monstruo nazi, apareciendo Walter como ese humanista castigado por su cobardía y falta de arrojo para rebelarse contra unos dictados marcados por las ordenanzas de sus superiores que tropiezan en contra de su propia sustancia existencial.
Partiendo de una historia en principio romántica, más propia del melodrama que del cine bélico enmarcado en el Holocausto Judío, el autor de Solo Sunny desplegó todas sus poderosas armas narrativas, alcanzando una de las cumbres de su carrera. Y es que La estrella de David destaca por su prosa derrotista y desesperanzada, no dejando huecos pues para el sentimentalismo ni el apalancamiento romántico. Sin duda, la película destaca por su puesta en escena radiante y pomposa, que recuerda como hemos comentado en párrafos anteriores al cine de Kalatozov. Así, inolvidables resultan los fundidos en los que el rostro de Ruth rememora tiempos más felices mezclando así los ojos nebulosos de la protagonista con elementos cotidianos de la tierra, el cielo y el mar. Igualmente, el montaje se construye a partir de una cámara siempre situada a la altura de los ojos del protagonista, adoptando pues el espectador la perspectiva y punto de vista de este complejo y melancólico pintor atrapado en las redes nazis. Igualmente las escenas de interior se adornan con unos elegantes movimientos de cámara tomados en grúa que evocan a los fantasmagóricos planos de Cuando pasan las cigüeñas, fundamentalmente merced a esos cortes lacerantes que confrontan la profundidad de la escena con unos primerísimos planos captados en oblicuo muy cerca de los ojos y cara del actor, que enfundan de una atmósfera perturbadora y chocante la escenografía del film, mezclándose asimismo con unos potentes e hipnóticos travellings que radiografían cada hueco y esquina del emplazamiento plasmando con una poesía decadente y magnética de trazo pulcro el envoltorio visual del film.
Sin duda la grafía escenográfica resulta impecable en los mejores lances del film. Cabe destacar la espléndida escena ubicada en la feria, donde Walter y Petko combaten en una bella metáfora en una competición de tiro mientras los jóvenes del lugar dan vueltas en un viaje a ninguna parte en un maquiavélico tiovivo que adorna el fondo de la secuencia, o la maravillosa escena repleta de poesía existencialista del paseo final caminado por Walter y Ruth. Una caminata nocturna donde la conversación mantenida por la pareja será sazonada con unos fascinantes fundidos evocadores del pasado y por un montaje que combina el seguimiento de los amantes con unos preciosistas planos y contra planos que irradian de desesperanza y desamor el contenido alegórico del film. Y es que ante la pasividad y el interés propio no cabe fe para el amor entendido como un acto desinteresado de sacrificio en favor de la persona amada.
Muy destacable se manifiesta igualmente la reconstrucción de ambientes, hecho que otorga un aterrador realismo a la cinta. Así, el confinamiento y la degradación de los prisioneros, muy típica en este tipo de films, se verá acompañada de unos excelentes aportes intelectuales como por ejemplo el hecho de filmar algunas conversaciones mantenidas entre los propios prisioneros en idioma ladino, así como otras contribuciones relativas a datos históricos que muy bien conocía en primera persona el director de la cinta.
Con estos mimbres Konrad Wolf logró moldear una de las más bellas películas versadas alrededor del Holocausto Judío, gracias a la verdad y honestidad que desprende el mensaje de la misma, sin revanchismos ni adoctrinamientos, dejando que el amor y la compleja filosofía humana, que tantos vicios como virtudes posee, fueran los mecanismos empleados para albergar una historia que cautiva y seduce, sin padecer ningún menoscabo por el hecho de recorrer unos terrenos explotados en múltiples obras literarias y cinematográficas. Sin duda La estrella de David es una de esas películas que merecen un pedestal en el escenario de ese gran cine que permanece en los resortes de la memoria.
Todo modo de amor al cine.
Deseo saber, con respecto a esta pelicula porque los prisioneros judios, hablaban en castellano
o es el doblaje
La estrella de David
Hola,
Sí recuerdo que hablaban sefardí, eso debía significar que descendían de los antiguos judíos expulsados de España en 1492.