En ocasiones, películas como La ermita pueden dar de sí mucho más de lo esperado. No tanto por su calidad cinematográfica per se (de ello también hablaremos) sino porque curiosamente llevan a territorios inesperados de reflexión y de debate. Algo así sucedió después de su visionado junto a Álex Oliveres y Saül Ivars. Empezar hablando de la película en sí y acabar por concluir que el segundo film de Carlota Pereda habla mucho del estado del género en España y también del propio festival.
Y es que es significativo que ya desde el día de la inauguración la promoción de la película estuviera presente a lo grande. Una suerte de ‹hype› teledirigido con la función de asegurar buena presencia en sala y casi hacer de sus pases, eventos de calado. Pero ¿realmente “merece” dicha consideración? Una vez vista podríamos decir que no, incluso, y a tenor de su trailer, ya se podría prever la magnitud de la tragedia. Entonces, ¿Cuál es la razón para ello? La conclusión obvia es la necesidad de seguir alimentando una carrera de forma artificiosa y asegurar presencia en futuras ediciones.
Obviamente si invitas a una directora con ópera prima (Cerdita), le das todo el protagonismo e incluso, aunque esto es subjetivo, inflas su consideración crítica en una suerte de compadreo industria-crítica y acabas por necesitar realizar una operación similar con el segundo largo. Es como una deuda a pagar independientemente de la calidad del film. ¿El problema? Que luego tienes una película como La ermita que se nota apresurada, muy inferior a su predecesora, pero que recibe los mismos ‹inputs› de las mismas personas en cuanto a su consideración.
Si Cerdita fue un fenómeno de éxito relativo, fue más por su campaña que por su calidad. Un film que se vendía como una nueva visón del ‹slasher› (aunque poco tenía que ver en realidad con el género) con subtextos de actualidad (empoderamiento, gordofobia, etc.). En La ermita se detecta una constante en el cine de Pereda, en este caso poner sobre el tapete un drama rural dándole una vuelta de tuerca que vira hacia el ‹folk-horror›. En este sentido sí podemos decir que la directora tiene que (o quiere) darse una vuelta por aquellas temáticas que le interesan y darles su propio enfoque. Pero con eso no basta. Eso no es suficiente para justificar o incluso promocionar un producto que se siente desastrado, plano, con una historia obvia, reiterativa y en demasiadas ocasiones sin sentido. Un film que no es salvable en ninguno de sus apartados, ni tan siquiera en algo como la dirección de actores.
Pero en el fondo nada de eso es culpa de la directora ni de su equipo técnico. Puede que sí sean responsables últimos, claro está, pero el problema de fondo viene cuando, por ejemplo, un festival necesita de estos productos ya no como fondo de armario sino como pilares de una edición. El objetivo es fidelizar tanto a una serie de directores como tener una audiencia nicho cautiva. Y la única manera es vender a priori una cosa que no es cierta. Con todo ello nos encontramos con un descenso de calidad generalizado (lo de esta edición es muy preocupante) pero absolutamente inconsciente. Es entrar en un maquinaria de despropósitos que por desgracia afectan a la audiencia, cierto. Pero sobre todo resulta lastimoso para una directora y un equipo técnico que seguramente ponen toda su ilusión y empeño en una película y acaban por creerse una realidad que el tiempo acaba por desmentir.
Al final, parece que se esté haciendo un favor a nuevas propuestas, a nuevas voces. Cuando en el fondo se está creando un círculo vicioso de dependencias mutuas que acaban por configurar un panorama ciertamente tan desolador como el resultado final del film que nos ocupa. Una situación que ningún aplauso artificial puede ni debe seguir tapando.
Con una retórica muy bonita, pero el señor P. Lascort acaba de darle a la película y al festival con toda la mano abierta. Algú ho havia de dir…