La enfermedad del domingo es un trabajo curioso. Sus formas son explícitas y a la vez sutiles, sus intenciones son claras y a la vez confusas, su tesis es profunda y a la vez insustancial. Probablemente el principal responsable de semejante anomalía (no necesariamente en el sentido peyorativo) sea su tempo. Porque el desarrollo de esta historia, escrita y dirigida por Ramón Salazar, es tranquilo y casi contemplativo; pero a la vez permite que los acontecimientos tengan lugar de forma continua y sin pausa. De hecho, el relato estilizado que en un principio aparentaba lentitud y onirismo pronto se convierte en una historia de lectura fácil que ni siquiera puede tacharse de aburrida. No obstante, este tono pausado y afín a las metáforas sugerido inicialmente no abandona al título en ningún momento. Un coqueteo de formas que permite al producto ser realista y elegante a la vez, pero que también lo condena a vagar en una suerte de limbo puesto que da la sensación de que el director pretende romper e ir a lo seguro al mismo tiempo.
Algo parecido sucede con la interpretación de las dos actrices principales. Su tono es tranquilo y discreto, el volumen de su pronuncia parece exclusivamente orientado a la escucha de su oyente. Pero sus frases están dotadas de una cantinela que hace pensar en una lectura dramatizada antes que en una conversación realista. Nuevamente, un recurso personal frente a otro convencional. Y una vez más, da la sensación de que Salazar ha escogido un punto medio entre el cuadro estilizado y el realista. La planificación también adolece de tal contradicción. Incluso si obviamos la constante presencia de ese manido recurso que es el plano/contra-plano (en realidad se trata de un recurso tan efectivo como difícilmente sorteable), las herramientas narrativas de las que se sirve Salazar caen continuamente en el campo de lo convencional (pensemos en la insistencia con que el director se sirve del plano general para sugerir proximidad entre las dos protagonistas, del mismo modo que recurre al plano corto cada vez que se propone retratar su aislamiento emocional).
De ahí que La enfermedad del domingo pueda ser intrascendente sin llegar a hacerse aburrida. Pero lo más curioso es que la película de Salazar también se queda a medio camino entre lo modesto y lo pretencioso: sus formas nunca llegan a resultar cargantes, pero su costumbrismo tampoco logra un acabado completo. Se trata, por lo tanto, de una película cuyas emociones se quedan en la pantalla y cuyas pretensiones estilizadas tampoco causan enfado. Porque, como entredijimos (y nuevamente, por contradictorio que parezca), tampoco se trata de una película completamente plastificada. Más bien parece una especie de lucha de estilos que por momentos incluso parecen encontrar cierto encaje; pues al fin y al cabo, estamos ante una película que explica con claridad y eficiencia una historia entendible y (hasta cierto punto) entretenida. Lástima que nada de lo visionado vaya más allá de la propia exhibición, hecho que la relega al terreno de las experiencias amenas pero fácilmente olvidables… si bien el curioso pastiche de estilos que la conforma ya es suficiente para justificar su visionado.