Las farmacéuticas siempre están en el punto de mira de la sociedad. Justificadamente o no, su alarma ante supuestas pandemias que luego no fueron tales (H1N1, la famosa gripe porcina) agrava una valoración ya resentida por la existencia de ciertos medicamentos más nocivos para la salud de lo que estas empresas informan. Uno de ellos fue el Mediator, usado como tratamiento contra la obesidad pero con unos efectos secundarios demoledores, capaces de llevarse por delante la vida de quien lo tomaba. La omisión de estas consecuencias por las autoridades sanitarias y las propias farmacéuticas llevó a una neumóloga de Brest, Irène Frachon, a emprender una lucha para dar a conocer las maldades del Mediator, conseguir su retirada del mercado y hacer que los responsables pagaran por su error.
La historia real de esta mujer es narrada en La doctora de Brest, film dirigido por la francesa Emmanuelle Bercot que pretende contar todo el proceso de investigación sobre el medicamento. Sirve también como una especie de biopic, al tratar la personalidad y ciertos detalles de la vida de la protagonista. Ésta es encarnada por la danesa Sidse Babett Knudsen, quien no se parece en nada a la Irène Frachon real, pero cuya fuerza interpretativa termina por ser de lo mejor que ofrece la cinta.
Solo por la sinopsis resulta evidente que Bercot quiere adentrarse con La doctora de Brest en los recovecos del cine como denuncia social (algo que ya pudimos ver en La cabeza alta, su anterior trabajo). El antagonista queda claro desde el principio, quizá demasiado: el representante de la farmacéutica es un completo imbécil, arrogante y soberbio, por lo que no tarda en ganarse la antipatía del espectador. Pocas cosas hay que discutir a partir de aquí. Frachon tiene toda la razón en su denuncia, la empresa a cargo del producto es responsable de la muerte de muchas personas y las autoridades sanitarias son cobardes por no cortar de raíz el problema. Todo en la película queda entonces visto para sentencia, siendo la única intriga (para aquellos que no conocíamos la historia real) el veredicto final de absolución o culpabilidad.
Pero no es del todo malo que un film desvele sus bazas con tanta prontitud. De hecho, La doctora de Brest sabe remontar la situación al inmiscuirse en el proceso de investigación médica. De la mano de una excelente Babett Knudsen, la directora pone las cosas fáciles al no utilizar demasiados detalles técnicos y analizar prácticamente todo desde una perspectiva humana. Así, la relación de Irène Frachon con sus pacientes es vital para que el argumento de la cinta cale hondo en sus espectadores. La doctora arriesga su vida y su reputación por defender a aquellos a los que debe su profesión. Una postura algo grandilocuente pero que, por sorpresa, no le sienta del todo mal a la película.
Es evidente que La doctora de Brest no puede luchar contra la clarividencia de los hechos que plantea (se probó que Mediator mataba, era necesario denunciarlo), por lo que tampoco se le debe exigir que mantenga una posición más aislada que pudiera haberla llevado hasta el cinismo. La historia real está ahí y no puede ser manipulada. No obstante, sí se echa en falta algo más de picante en el guión. La trama se sigue con comodidad porque, al fin y al cabo, todos hemos usado y usamos medicamentos sin saber muchas veces las consecuencias que poseen. También despierta interés la fuerte personalidad de la protagonista. Pero, en su conjunto, La doctora de Brest adolece de una pequeña pero clara falta de cohesión en su estilo y desarrollo de los hechos que rebaja considerablemente la empatía que se pudiera sentir por una causa necesaria de dar a conocer.