Pesimismo, relación madre-hijo y conciencia de muerte
Que al segundo día de nacer sentimos los primeros síntomas traumáticos de la separación física de la madre, dice Eric Pauwels al inicio de La deuxieme nuit. Y que será el primer día de escuela en el que, pensando que inmediatamente a ese abandono entre cuatro paredes llenas de parias como tú entrará tu madre al aula para decirte que es una broma, percibes en la dilatada ausencia el primer pinchazo, ahora ya con cierto grado de conciencia eso sí, que te indica que estás destinado a la individualidad por toda la vida. Vendrán más, como el inevitable proceso de muerte de la madre (si todo sigue su cauce natural sin giros de guion demasiado trágicos por lo inesperado de ellos) que terminará por convertirse en la manifestación última de la máxima distancia que comienza a ampliarse tras la salida del útero materno. Tomando este último paso del proceso vital que termina por abocar a la separación más triste y absoluta entre madre e hijo como motor de la película, el director francés construirá centrándose en la experimentación y en los juegos formales un canto lleno de delicadeza y con el azúcar justo. Acaba la película y la gente queda encantada y engatusada, así como si fuera un canto lleno de optimismo, esperanza e ilusión. ¿No atinan a darse cuenta de la tristeza más absoluta que acaba de despedir la pantalla? ¿No se dan cuenta de que el amor que en ella se refleja es el más hondo sentimiento de la necesidad de agarrarse insistentemente a aquel único elemento con el que realmente fuiste uno por un tiempo pero con el que ya no alcanzas la fusión y ante el que solo te queda sujetar para no perderlo? La narración de Eric Pauwels es un discurso pesimista, a mi juicio, por dos motivos. El primero de ellos es precisamente la voluntad del cineasta de terminar, como él señala, con un final feliz. Esa especie de videoclip que inserta en los últimos minutos no es otra cosa que colocar ese artificio tan refinado que hemos creado y llamado música para que ocupe el lugar de algo así como una puerta que nos permita olvidar momentáneamente los desoladores mecanismos incontrolables de la vida a los que hemos atendido durante la hora previa. Ese gesto de imponer una vía de escape final que nos libere del peso de todo lo dicho y percibido no hace sino reafirmar la negatividad ante la que hemos estado desnudos. En segundo lugar, durante toda la película permanece un juego entre individualidad (director que está perdiendo a su madre durante el rodaje) y la nostalgia de una unidad perdida irrecuperable en su totalidad sino solo mediante simulacros (la síntesis idílica del proceso de gestación) que está dominado por el desgarro de esa relación, un desgarro que, en sus últimos coletazos (los que representa el film) se termina por expresar mediante el llanto o el homenaje. Y qué es el homenaje sino un lamento envuelto bajo el manto de la retórica y las buenas formas, ¿verdad?
La deuxieme nuit, que tiene mucho de homenaje y por lo tanto de lamento, va un paso más allá de esta relación con la idea del pesimismo señalada aquí arriba de manera breve hasta el punto de poder encontrar, entre otros (como el de la contemplación artística mencionado al final del párrafo que a este precede), un punto en común con varios autores de la tradición del pensamiento pesimista y que llama la atención por lo curioso de su recurrencia, no siendo otro que el de la expresión de una sensibilidad muy desarrollada hacia el amor materno. El caso más conocido de todo esto es el de Schopenhauer y la relación histérica de amor-odio con su madre, pero también existen otros como los cuidados y el apego desmedido de Philipp Mainländer hacia su madre; o el caso más radical de Albert Caraco quien prometió suicidarse una vez sus progenitores hubieran desaparecido (y lo hizo). Es así como la sensibilidad tan aguda que gira en torno a esas tensiones entre unión absoluta-individuación-intento inútil de regreso esa primera unión que se desprende de las palabras y las imágenes que marcan el ritmo de Le deuxieme nuit hacia una madre que va a morir emanan ese aura de corte pesimista que en su pureza es rechazado como tema tabú en las sociedades actuales y que, en momentos en los que las altas dosis de optimismo desenfrenado e incluso enfermo en su inadecuación a lo acontecido lo invaden todo, cierta reflexión y reubicación de los términos y nociones básicas del pesimismo se vuelven en cierto sentido útiles precisamente por ser una intuición diferente sobre el mundo y la vida que, en su justo desarrollo, puede dar pie a un movimiento dialéctico que se mueva entre la aceptación de la vida y su negación de manera sucesiva y a todos los niveles, dando lugar así a un ritmo nuevo que no siga los derroteros hiperglucémicos que estamos siguiendo.
Cidade pequena (Diogo Costa Amarante)
Por entrar en relación con lo anterior es oportuno reseñar, aunque en unas breves líneas por aquello de que extenderse en ello sería reincidir en lo que venimos hablando, un cortometraje que se proyectó en los últimos días también dentro de la Sección Fugas de esta edición de DocumentaMadrid y que se mueve alrededor del mismo eje de la película de Pauwels. Si bien antes se hablaba del desgarro que se produce al romper la unidad con la madre tras el nacimiento y que se va resolviendo en un progresivo distanciamiento de madre e hijo hasta centrarse en la última etapa (muerte de la madre), será Diogo Costa Amarante quien nos muestre, en apenas 20 minutos, la reacción de un niño llamado Frederico ante las lecciones de su maestra en ese punto del proceso que se señaló en el primer párrafo y que tiene que ver, más que con los primeros días de colegio en este caso, sí con el mayor grado de separación que supone el aumento del conocimiento que tiene lugar en el colegio y la consecuente salida de los pilares estables producidos por el amor inabarcable de la madre en las primeras etapas. Es así que Frederico, tras descubrir de boca de su maestra un día en clase que el cuerpo humano está compuesto de diferentes partes y que una persona muere cuando se le para el corazón, llevará a preguntarse a madre y maestra la importancia (o no) de desvelar verdades tan dolorosas a tan temprana edad. La aceptación de que realmente ha de hacerse así, para evitar entre otras cosas que el niño (en general) desarrolle su hostilidad o su pesar en grado muy elevado si se oculta durante mucho tiempo la corruptibilidad del cuerpo humano, llevará por un lado a que la madre del protagonista se haga consciente de que a un hijo hay que dejarle ir de los brazos aunque sea a un ritmo lento. En cambio, el primer punzamiento que supone la conciencia de muerte y la posibilidad de la enfermedad que siente Frederico por primera vez le llevarán a un nuevo intento de entrar en ese mundo de seguridad que se construye alrededor de los cuidados de la madre. Esta tensión entre alejamiento de la progenitora y los nerviosos y desesperados intentos del hijo de mantener ese universo, unidos al riesgo formal que siempre atrae y en el que se centra esta sección del festival, hacen de Cidade Pequena una obra atractiva y sumamente conmovedora (en el buen sentido).