Resulta en cierto modo paradójico que ante un film como La desconocida se esté otorgando tanta importancia a una cuestión, si bien no baladí, por lo menos menor vista en perspectiva, como el esqueleto argumental del nuevo trabajo de Pablo Maqueda tras las cámaras. Porque sí, puede que el film que nos ocupa guarde ciertos ases en la manga, disponga el terreno en busca de un asombro o una reacción en el espectador e incluso en ocasiones confiera más importancia a ese puzle de la que debería, pero tan cierto es como que detrás de esos giros, de esas sorpresas narrativas se esconde el tejido de una obra dispuesta a ir más lejos de lo que se podría presumir en una primera toma de contacto.
En este caso no hablamos tanto del aspecto formal, aunque Maqueda, pasado un tiempo desde aquellos #littlesecretfilms con que se dio a conocer en el terreno de la ficción, demuestre poseer talento en la articulación de imágenes como para que estas no deriven en una planicie en la que sería fácil caer, sino también de la consecución del tono adecuado a cada uno de esos desvíos que irá tomando el relato. Es en esa modulación, donde además de revelar atmósferas que descubren algunos de los pasajes más oscuros y perversos del film, nos encontramos ante una discursiva esquiva, que lejos de profundizar en una vertiente de denuncia ya explorada con anterioridad en otras obras —como por ejemplo en la estéril Hard Candy, que será una cita recurrente aunque su vínculo con la propuesta que nos ocupa, por suerte, sea prácticamente nulo—, se decanta más bien por indagar en los convulsos recovecos de una naturaleza tan extraña como inclasificable.
De este modo, se podría decir que La desconocida se aleja de lo obvio, aunque en ese gesto definitorio sabe cómo enlazar la exploración de terrenos mucho más fértiles: un hecho que bien podría anticipar el plano con el que abre la cinta —esa estampa sostenida que nos sugiere pensar en Haneke—, pero que por si fuera poco se concreta en ese escurridizo vaivén que propone Maqueda desde la narración a raíz de las primeras revelaciones. De esa oscilación surge precisamente la voluntad de una película dirimida a través de los distintos espacios que ocupan sus personajes principales —en especial, el de una magnífica Laia Manzanares que no se resiente ante la brillantez de Manolo Solo—, pero sobre todo conducida por los matices que estos van ofreciendo, dibujando así un mosaico en el que por momentos se antoja menos complejo de lo que debiera palpar esa insólita sordidez que va sobrevolando el relato, pero que no se instaura en él, más bien esboza los preceptos de un cine a seguir de cerca.
La desconocida se mueve, con sorpresa, como una de las ‹raras avis› más estimulantes del cine patrio reciente, no tanto por la diferencia que se pueda encontrar en el desarrollo de su relato, ni por la infrecuente aproximación a un género, el thriller, que en ocasiones deja de serlo, y lo hace mediante un carácter que ni siquiera necesita sentirse subversivo para palpar una turbación que, sin embargo, nunca se instaura del todo, pero sí desliza apuntes de lo más pertinentes. Pablo Maqueda construye con ello una obra que apela a Carroll —un hecho constatado ya desde alguna de las imágenes de su acto inicial—, y aún así su texto fluye con independencia, sabiendo integrar los referentes y, en especial, estableciendo una mirada propia proyectada en los engranajes de un ejercicio que no precisa emitir juicio alguno: la respuesta está, al fin y al cabo, en los ojos (y, cómo no, la naturaleza y el instinto) del espectador.
Larga vida a la nueva carne.