Una muchacha de rostro decidido, mirada aparentemente sosegada pero penetrante, marcada por la severidad de sus facciones y la intensa carga emocional que parece sostener, se sitúa en el rellano de una estación de trenes y desliza la mano dentro de su bolsillo en busca de un dispositivo. La decisión no establece mayor disyuntiva de la que a priori propone su título, y lo hace además a través de un diálogo que se supone elemental; la conversación entablada entre sus dos personajes principales, diluida en un principio por el dominio que instaura su protagonista, Sara, se dispone en un terreno más directo de lo que pudiera parecer, y es que precisamente las dudas que irán personándose en su particular camino, nos llevan a la exploración mucho más llana (que no plana) de una psicología que ante todo muestra su cauce humano. La debilidad, el titubeo que irá percibiendo Salam, un elocuente embaucador que será retenido por Sara, otorgará la vía necesaria para un debate abierto, desde el que interpretar las consecuencias de un acto que en manos de la protagonista queda comprendido de una forma terrenal, no tan cerca del radicalismo que suele servir como percutor; en ese sentido, Mohamed Al Daradji compone un personaje cuyos pliegues, cuya incluso por momentos ambigüedad, ofrece incentivos sin necesidad de establecer justificaciones: las acciones de Sara parten de cierta vacilación, pero al final no dejan de estar influenciadas y motivadas por un discurso que, en parte, le es ajeno; un discurso que igualmente alza, pero sin la convicción oportuna, llegando a presentar secuencias donde su fragilidad nos dirige a esa faceta más humana desde la que obtener una percepción distinta de la realidad, más emparentada a su naturaleza que a los lazos invisibles que propone el integrismo, lejos de cualquier rasgo emocional.
La decisión, sin embargo, no construye su disertación únicamente alrededor de las aristas de esa relación alimenticia y forzosa surgida entre Sara y Salam. Su reflejo del estado de las cosas, de un paradigma que va más allá de lo social, queda constituido también mediante los microrrelatos que el cineasta iraquí va implementando a la crónica descrita; aquello que en un principio parecen retales dispuestos a otorgar otras capas al marco central de la historia, cobran no obstante una nueva dimensión al amplificar el retrato de un país, que no se cierne solo al integrismo desde las agresiones y choques propuestos desde la parcela más radical, además expone la estampa de una nación dividida entre tradición y modernidad, donde la Ley del Talión ya no queda propiciada como única respuesta, integrando así un mensaje en cierto modo conciliador, aunque en momentos clave sus personajes sigan apelando a lo sagrado, a lo espiritual como respuesta ante la incertidumbre.
No hay que negar, que lejos del temple con que compone Zahraa Ghandour el personaje central, trasladado hasta a secuencias cuya tensión, igualmente coartada por el objetivo de Al Daradji, se desprende de pasajes que ni siquiera el relato se esfuerza en alimentar, La decisión no posee una mirada cuya lucidez se certifique en lo formal. Es cierto, el film sabe proveer imágenes que por sí solas dotan de un significado específico al conjunto e hilan sugestivas metáforas, pero no estamos ante una obra que, en términos generales, complemente el discurso trazado desde lo visual; el iraquí apunta más bien a la fuerza y, a ratos, fisicidad de una interpretación que se erige como motor de la obra, aportando matices y llegando a arrastrar a una cámara pendiente en todo momento de su rostro. Es quizá ese el motivo que lleve a la propuesta a recurrir a una economía de medios (exceptuando contados planos aéreos) que se deduce de sus sencillos travellings y de la forma en que huye de planos generales o aparatosos; no hablamos, ni mucho menos, de un minimalismo formal, y es que Al Daradji emplea el sonido como conector a una realidad —sólo rota, de manera consecuente, a través de la iluminación y la banda sonora (de proceder marcadamente dramático), en una de sus últimas escenas— que se compone como espacio matriz y esencial, sin el que no se entiende la exposición realizada. Un plano sostenido, el comprendido por esa realidad, que no se diluye en torno a mecanismos que busquen dotar al relato de una mayor ficcionalidad ni en sus escenas más tensas, pues al fin y al cabo La decisión apela al rostro como espejo fehaciente de una sociedad suspendida en una estampa tan sencilla como la encabezada por una pareja de cierta edad cuya relación deriva entre las cicatrices del conflicto y la propia asunción de la misma.
Larga vida a la nueva carne.