La noche como unidad de tiempo. El mundo como abstracción espacial. Los humanos vistos desde un microscopio. Quizás el sonido pueda juntarlos mediante zumbidos de máquinas. O el vuelo de los insectos. Mecerlos con el viento que silencia lo demás. Despertarlos por los murmullos lejanos de la gente. Tal vez un faro pueda guiarlos en este recorrido por las cuevas y la oscuridad.
Una de las ventajas de la sección Fugas en el Festival Documenta Madrid, es la introducción de films que no encajan en las otras secciones competitivas, al menos desde un punto de vista estricto del documental. De todas maneras, el mediometraje de Zhou Tao no deja de pertenecer al género. Aunque su forma sea la de imágenes y sonido ambiente registrado en bruto, pero refinado por el empleo de fundidos sonoros y un nivel homogéneo que logra ecualizar la intensidad elevada de fuentes sonoras industriales, en contraste con otras más leves como son la voz humana, el rumor del agua o la brisa. Sin embargo, la mirada extraña, única y sugestiva que utiliza para grabar escenarios separados por grandes distancias geográficas, se queda también en el ámbito didáctico, entre la etnografía y la naturaleza. Por su interés documental al mostrar lugares remotos o bien ocultos. Sitios que, a pesar de ser recorridos por mujeres y hombres, resultan nuevos para el público. Una novedad que contrasta con el carácter atávico de los paisajes, territorios ignotos, casi vetados a la humanidad.
El artista salta desde la Bienal de Venecia hasta la pantalla de cine, porque Fán Dòng forma parte de una instalación temporal expuesta en la ciudad italiana y posteriores muestras internacionales. La calidad de los encuadres, reforzados por su poder hipnótico, son elementos que consiguen un recorrido sensorial que sigue a una comunidad Hakka, un pueblo de origen chino emigrado a distintos países. Desde la pantalla en negro con la que se abre el film, el plano general limitado por la sección de un muro a la derecha, las personas recorriendo la zona inferior horizontal y un fondo inconcreto que gradualmente descubriremos como el mar por alguna ola. O los peces que saltan fuera del agua y se zambullen a continuación. Ningún elemento mencionado parece ocupar la misma imagen, aunque todo esté unido por un teleobjetivo que resta los puntos de fuga para crear una estampa total.
Zhou Tao escoge los grandes planos generales como unificadores en la experiencia del espectador, quebrando el canon visual occidental por el uso de un formato panorámico que inunda la pantalla. A pesar de la magnitud de las imágenes, el sentido de lectura que impone es el tradicional, en el que leen los ideogramas sus compatriotas. De arriba abajo, mediante filas verticales, recorriendo el plano de derecha a izquierda. Un sentido de lectura que se rompe por algunos planos frontales, simétricos, ejemplificados por esas fantasmales montañas del desierto de Sonora.
Los picados que muestran un punto de vista elevado para observar a pescadores furtivos en las marismas, de noche, cuando la bajamar deja indefensas algunas presas que boquean bajo la luna. Personas que seguramente se encuentren en naciones separadas por miles de kilómetros. Bañistas en ríos, zonas cercanas a puertos, náufragos entre vertederos de chatarra invadidos por lavadoras gigantes. Una vaca famélica que las vigila. Un túnel que une los tambores de las máquinas. Más tarde las esferas luminosas por las que camina una multitud. Y el largo túnel del que sale una pareja, proveniente del infinito, o al menos de algún lugar al que no llega la profundidad de foco.
Quizás todo provenga de la cueva mundial que propone el autor chino, una propuesta que puede resultar agotadora si no nos dejamos embriagar por la plasticidad de los encuadres. En caso contrario, dejándonos llevar, comprenderemos que por mucha oscuridad, zonas fangosas, canteras amenazadoras o depósitos de chatarra que transformen el paisaje, todo está unido.
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