El pasado soñado
El estreno de películas como È stata la mano di Dio (Paolo Sorrentino, 2021), Belfast (Kenneth Branagh, 2021), Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson, 2021) o incluso Spider-Man: No Way Home (Jon Watts) y The Matrix Resurrections (Lana Wachowski, 2021) parece haber confirmado una tendencia del cine reciente a idealizar tiempos pretéritos, ya sean próximos, reales o ficticios. A estos títulos —aunque de temáticas y formas desemejantes, de esencias parecidas— se suman otros muchos: aquella deriva tarantiniana por las carreteras californianas del 69’ en Once Upon a Time… in Hollywood (Quentin Tarantino, 2019); el cierre de la década Marvel en la recopilación definitiva de atracciones digitales que supuso Avengers: Endgame (Anthony Russo & Joe Russo, 2019); la predecesora al filme de Watts, Spider-Man: Into the Spider-verse (Rodney Rotham, Peter Ramsey, Bob Persichetti, 2018); relatos aparentemente autobiográficos que interpretan el pasado bien como refugio, bien como lugar desde el que reflexionar cómodamente sobre conflictos universales, como Roma (Alfonso Cuarón, 2018) o la desapercibida Mid90s (Jonah Hill, 2018); y así podríamos continuar indefinidamente… El cine entendido como la proyección de un pasado inalcanzable parece estar alcanzando cotas de representación inabarcables. De hecho, la reconstrucción de ese pasado ya no es necesaria, la simple apelación a una memoria cinéfila es suficiente para elaborar una ficción convincente.
Lejos de criticar la proclividad de cierto cine contemporáneo a remitir al pasado, nuestras intenciones en este texto apuntan directamente qué posición ocupa el cine de Wes Anderson aquí y, en especial, su última película, The French Dispatch (of the Liberty Kansas Evening Sun) (2021). Posiblemente, el trabajo más extremo del director tejano hasta la fecha y, por ello, quizá también se trate del más interesante.
Aunque es comprensible el rechazo que el marcadísimo estilo de Anderson pueda crear, sería un error rotundo tacharlo de caprichoso y superficial. Detrás de una puesta en escena donde cada elemento habita el plano en función de un todo perfectamente mecanizado y absolutamente anonadante, puede entreverse un discurso que, con el tiempo, el cineasta ha ido depurando mediante el exceso. Suena contradictorio, pero si se compara a Bottle Rocket (1996) o Rushmore (1998) con su nuevo trabajo, puede verse una radicalización progresiva en su estilo formal entregada a refinar la narración central de los relatos que conforman toda su obra y así mantener la esencia de su discurso. Relatos pertenecientes a pequeños mundos imposibles: una academia, un barco, una isla, un tren, un hotel, la redacción de un periódico… Todos ellos quedan almacenados en el plano, la expresión cinematográfica básica que Anderson entiende como otro mundo más reducido. ¿Un mundo-plano? ¿O un plano-mundo?
En cualquier caso, los mundos de Anderson, en especial los de The French Dispatch, forman parte de la imaginación de un artista dispuesto a dotar de vida a una visión fantasiosa del mundo gracias al cine. Sin embargo, en la elaboración demiúrgica de su realidad particular, Anderson siempre añade un componente que ha marcado toda su obra y, en esta última película, parece más evidente que nunca. Ese elemento al que apuntábamos al inicio del texto sobre el cual parece sostenerse buena parte del cine contemporáneo: la nostalgia. Pero Anderson apela a la nostalgia de un pasado que nunca fue. Un pasado ilusorio. Aquello que una vez pudo ser, nunca llegó a serlo, pero todavía podríamos imaginar. Y, por supuesto, solo el cine puede materializar el pasado fantasmático de Anderson.
Mientras unos intentan revivir sus memorias proyectándolas en la gran pantalla, otros rebuscan en los recuerdos cinéfilos de los espectadores para despertar las ilusiones que ciertas imágenes generaron hace años. Wes Anderson, por su parte, reconstruye un pasado imaginado, rememora una fantasía inimaginable en busca de una verdad imposible. Porque la odisea periodística a través de la cual Anderson homenajea a los reporteros que leía de pequeño no es más que un intento por hallar una verdad desatendida que, por fin, pueda imprimirse en portada. Una verdad inalcanzable en la contemporaneidad por su falta de espontaneidad, porque no es inmediata, no es instantánea… no es digital. Por ello, Anderson acude a tiempos más accesibles, los de su propia imaginación. Porque, quizá, la verdad no puede extraerse de la realidad, sino de los sueños. Porque, quizá, el cine es solo un pasado soñado.