Roy Andersson es uno de los cineastas más particulares e insobornables del mundo del cine.
Su historia es cuanto menos interesante. Su nombre sonó con fuerza cuando de jovencito se alzó con un premio por su ópera prima, A Swedish Love Story (1970). El guión establecido de antemano indicaba que acabaría siendo un cineasta pretendidamente autoral, de esos que aúnan a público y crítica por iguales y se pasea por festivales. Pero el tipo sufrió una depresión y decidió que su cine era vacío y fingido. Después del desastre que supuso la producción de Giliap (1975) interrumpió su carrera cinematográfica; se refugió en la publicidad.
Y ahí se llevó años, incluso décadas, creando pequeños sketchs cómicos para una aseguradora. Lo interesante es que en el proceso descubrió su toque personal y abandonó definitivamente su etapa anterior, de la que ya no queda nada. Esto supone un trauma para algunos de nosotros, al fin y al cabo A Swedish Love Story es una buena peli, pero inflada por la crítica y donde también encontramos un aire de fingida solemnidad, con lo que terminamos descubriendo que en parte, su propio autor tenía razón a la hora de rehuir de ella.
Después de 25 años (que es casi el mismo tiempo que se puede llevar un alcalde en su cargo en Valencia) Roy Andersson regresa al cine, por la puerta grande, con la maravillosa Sånger från andra våningen (Canciones para el segundo piso, 2000), que había sido precedida por un cortometraje (World of Glory, 1991) donde ya había dejado claro cual sería el nuevo Roy Andersson.
La verdad es que mucho dinero no consiguió el bueno de Andersson, por lo que entre peli y peli seguía haciendo anuncios. Así fue como poco después pudo rodar La comedia de la vida (2007) y Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia (2014), creando una trilogía sobre la existencia del ser humano desde un punto tan deprimente como divertido. Y sobre todo, único.
Yo a Roy Andersson lo descubrí por casualidad en un festival, sin saber muy bien qué me iba a encontrar. Así fue como me tope con Du levande (La comedia de la vida), redescubrí a su director y de paso flipé en colores.
Al igual que en las otras dos cintas que conforman la trilogía, La comedia de la vida se forma por pequeños sketchs sueltos que en ocasiones tienen continuidad. Pero lo que hace único a Roy Andersson es su punto de vista sobre la vida, la mezcla de patetismo cómico y absurdo cotidiano que adquiere cada personaje y cada rincón, con una atmosfera entre deprimente y divertida, donde los personajes son zombies que deambulan sin posibilidad de redención, pero en el fondo hasta tiernos.
Es imposible hacer un repaso a los mejores momentos de la película, ni intentar discernir el significado de cada sketch, si es que lo tiene, que lo mismo Roy intenta de manera soterrada decirte algo que lo mismo se ríe de si mismo. De igual manera, no todas las escenas son cómicas, de pronto el cineasta te hace reír como te muestra la escena más tierna y bonita en años, como es mi favorita, esa chica triste que deambula por la ciudad y al final acaba explicando el sueño que tuvo la noche anterior, consistente en que recíen casada con su guitarrista favorito, en una casa-tren con destino a la luna de miel., acababan en una estación y todo el mundo se acercaba en el adén entusiasmados de ver a la pareja tan feliz.
La inmensa mayoría de los personajes están interpretados por actores no profesionales, en muchos casos intepretando papeles cercanos a su vida real. Andersson nos presenta una ciudad que deshumaniza a sus personajes, que deambulan entre situaciones tan cotidianas como absurdas. ¿llevan maquillaje en la cara para ser aún más zombies? Su cineasta asegura que no, pero yo que le he visto hablar en directo y he leído algunas declaraciones suyas, lo tengo claro, miente como un bellaco, y hace bien quien está harto de torear a la peña en los festivales que le preguntan por el significado de sus películas y de las escenas una y otra vez.
En serio, la única forma de enfrentarse a Roy Andersson es dejarse llevar por las sensaciones que recrea, porque por mucho que tenga cierta etiqueta de críptico y gafapasta, lo suyo es meterse en la película y disfrutar del cóctel de sensaciones, de risas, de tristeza, que se cruzan a lo largo de sus cintas sin despeinarse. A su director le ha sentado mal la etiqueta de cómico excepcional, cuando en sus cintas hay más que eso, y con cada nueva peli de su trilogía, ha abandonado un poco más el humor para ir explorando otros conceptos y otros tonos, cosa que aquí se nota pero no llega al punto de la ganadora de Venecia y estrenada ahora en nuestras pantallas, donde directamente el espectador puede entrar creyendo que va a asistir a una comedia absurda y se encuentra con otra cosa.
El tono de la película es todo un ejercicio brutal; recrea situaciones que podrían acabar en la comedia para justo cuando comienza la sonrisa, da media vuelta y se decanta por otro lado, o viceversa, tonos lúgubres y deprimentes que acaban vertiendo hacia la comedia. Todo juega a su favor para crear ese tono único, desde una dirección de arte esmerada que se decanta por la paleta de colores grises y neutrales, intentando también conseguir ese ansiado trivialismo (término acuñado por el propio cineasta). Y es que los objetos siempre serán importantes en cada escena, sobre todo ese instrumento musical que va a apareciendo cada poco tiempo. También hay que mencionar a esos personajes que se mueven y actúan de manera antinatural, podríamos decir que incluso de manera pretendidamente forzada. Todo esto crea una experiencia única.
Por tanto podríamos hablar de La comedia de la vida como una película con la etiqueta de inclasificable, por mucho que en el fondo sea simplemente seguir hasta el final la máxima de no traicionar un punto de vista. Un punto de vista irónico, mordaz y deprimente sobre la vida y las personas atrapadas en su quehaceres diarios mientras se preguntan grandes cuestiones filosóficas que no pueden responder. Un punto de vista no forzado, si no descubierto por su cineasta gracias a estar media vida alejado de un medio que consideraba que lo había convertido en un cineasta falsamente aplaudido, vacío y petulante.
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Esa fue su salvación.
Y ya tardáis en darles un vistazo como en ver alguna de la trilogía.