Pesadilla en la cocina del capitalismo
Alonso Ruizpalacios construye La cocina, su nueva película, tensionando a tramos el propio caparazón conceptual que le impone a sus imágenes; abriendo dentro de un cacofónico armatoste de ruido y gritos pequeñas grietas por las que entran sugerencias e ideas hilvanadas con concisión; trazando líneas sencillas, claras y precisas dentro de un lienzo barroco —diseñado con mucha autoindulgencia y brocha gorda— cuya concatenación frenética de fogonazos expresivos oculta su propia dificultad para hilar un discurso de verdadera hondura que otorgue densidad a unas secuencias más pesadas que profundas. No es esta, sin embargo, una obra que surja de la fricción entre dos ideas antónimas que se oponen para cincelar cada plano sobre la piel inestable de la paradoja, sino una que quiere aunar dentro de la pantalla dos gramáticas fílmicas que se encuentran, precisamente, en sus claras y casi irreconciliables diferencias, que dialogan porque un espejo desempeña el papel de intermediario. Es decir, no es esta una cinta que abrace la contradicción con plena conciencia para levantar un edificio narrativo estable pese a los extremos que colisionan bajo sus cimientos; es, más bien, una que, debido a una ambición mal controlada, termina implosionando por culpa de su caótica y furiosa mezcla de estilos. La cocina quiere ser al mismo tiempo una cinta conceptual cerrada sobre sí misma, cimentada estéticamente sobre un único concepto que, de forma tangencial, se va ramificando con mucha contención; y una obra más convencional, menos rígida en lo formal, que eche mano de diversos recursos de puesta en escena según vaya encarando los diferentes meandros narrativos.
Por un lado, Ruizpalacios ordena cada plano según la premisa de que, dentro del vórtice de velocidad y ansiedad del capitalismo, la comunicación es un esfuerzo inútil, un acto estéril, puesto que las palabras agonizan y se pierden dentro de la marisma de una rutina metálica en la que sólo hay lugar para el individualismo: el mundo en general, y Estados Unidos en particular, es una jungla de hormigón y números en la que la clase obrera y los migrantes intentan sobrevivir como pueden, prestándose a unos trabajos tan precarizados que rozan la esclavitud; por eso, las conversaciones entre los protagonistas siempre están subordinadas a la violencia del corte de montaje o al aislamiento visual. El director aprisiona cada rostro en primeros planos muy cerrados, o separa a los personajes utilizando los marcos de las puertas y las ventanas, o dibuja con la luz jaulas inasibles, pero no por ello menos opresivas. La imagen, por tanto, es una proyección de la incomunicación que doblega a las criaturas de Ruizpalacios, que no tienen posibilidades de expresar la angustia que les provoca el sistema, pero tampoco de dialogar con sus propios compañeros para constituir vínculos fuertes que ejerzan de red de seguridad en el caso de que alguno se quede atrás: la cocina en la que se desarrolla la acción de la cinta se rige atendiendo a la lógica del todos contra todos, a la ley del más fuerte, y la solidaridad o el compañerismo son, por tanto, conceptos fosilizados.
Por otro lado, el responsable de Museo, integra dentro de su rígido dispositivo visual una historia de amor entre fogones que le permite expandir las líneas temáticas más allá de los límites de la incomunicación. El resultado de la mezcla es evidentemente fallido, desequilibrado y reiterativo. La arquitectura conceptual no tiene la suficiente fuerza como para justificar las casi dos horas y media de metraje ni los excesos manieristas llevados a cabo con la cámara, porque la idea de que las imágenes ejerzan de evidencia directa de la incomunicación no es tan fuerte ni brillante como lo era, por ejemplo, el fuera de campo sobre el que Glazer levantaba La zona de interés. Las posibilidades dialécticas de cada plano terminan así encorsetadas dentro de un traje compositivo formalista y ampuloso que sólo es capaz de enunciar la existencia de dicha imposibilidad de conectar con el otro, sin llegar, en ningún momento, a profundizar en el funcionamiento de sus mecanismos. Las críticas al capitalismo, por su parte, están articuladas a través de largos monólogos expositivos que no denotan sino la incapacidad de Ruizpalacios de expresarlas con las imágenes y los sonidos. Sorprende, sin embargo, que una película que se caracteriza por los subrayados y las evidencias marcadas alcance sus picos de hondura discursiva a través de la sutileza expresiva. Ahí están esos titubeantes y verborreicos diálogos que los protagonistas estiran hasta sus mismos límites para esquivar la certeza de un silencio que deja al descubierto sus dolores; o esas formas de utilizar el lenguaje como distintivo social; o esos personajes que se pierden entre la oscuridad del fondo del encuadre sin que la cámara repare en ellos, igual que son engullidos por la oscuridad del fondo del capitalismo. Las pocas pinceladas concisas que el director es capaz de dar transmiten mucha más emoción y tejen con más fuerza su discurso que cualquier pirueta visual que pueda llevar a cabo. Pese a todo, el clímax dramático, en el que la condescendencia y la crueldad se apoderan de su mirada, termina de hundir la propuesta.