Cajas precintadas, muebles y plástico de burbujas, elementos comunes que uno esperaría encontrar en una mudanza, pero que en manos de Ramon y Silvan Zürcher son reemplazados por la impresión del plano del piso nuevo de la mano de una compañera, un perro ladrón de estropajos y el recurrente chillido de un bebé que reclama la atención de los personajes con constancia. Detalles que no serían más que meros apuntes a pie de página, pero en el cine de los Zürcher cobran una nueva dimensión, insinuando así la condición de una obra que se construye en torno a los pormenores de un microcosmos en el que lo aparentemente baladí constituye su esencia.
La chica y la araña proyecta, en ese sentido, sus escenarios mediante una suerte de tiempos muertos que se dirimen a través de un anecdotario extendido a lo largo de su metraje, planteando en este una retroalimentación desde la que enriquecer una naturaleza tan volátil como, después de todo, definitoria. Porque si hay algo destacable en el cine de los Zürcher, es esa habilidad por volcar en sus personajes y diálogos un carácter esquivo, capaz de emanar un cierto caos ante la ausencia de un hilo narrativo manifiesto, como de arraigar en su tono una cierta sensación de calma, de quietud, como quien se enfrenta a un día de descanso en la playa o, como en el caso del film que nos ocupa, un traslado sin urgencias, donde todo mana con la naturalidad y el sosiego de quien sabe que llegará igualmente al punto de destino.
Es así como se sucede un contexto desde el que exponer con cierta extrañeza, ambigüedad si se quiere, unas relaciones donde caben tanto la calidez como la discordia, explorando una ambivalencia que bien podría ser el perfecto reflejo del tejido de una obra cuya percepción puede llegar a ser tan voluble como las derivas de un relato que no duda incluso en exhibir cierta afinidad por el fantástico. Un trabajo que es desplegado desde la maleabilidad de un terreno donde en todo momento los suizos saben volcar sus inquietudes, pero encuentra además en la labor interpretativa un valor añadido, por cómo se mueven sus intérpretes, talmente como si estuvieran en una tabla de ajedrez, pero del mismo modo por una elección actoral donde destaca un nombre propio, el de Henriette Confurius, cuya penetrante y expresiva mirada dota de un mayor contraste, si cabe, a la naturaleza del propio film.
Como ya sucedía en su debut, The Strange Little Cat, la puesta en escena es uno de los ingredientes capitales del cine de Ramon y Silvan Zürcher, que además introducen en La chica y la araña digresiones genéricas complementarias. Un hecho que amén de dotar de una riqueza suplementaria a su universo, matiza un trabajo fotográfico que capta de forma memorable la cotidianeidad de cada escena, pero otorga la personalidad necesaria a cada estampa. Esto último hace que cada detalle percibido por la cámara de los cineastas no pase precisamente inadvertido, sino que se insinúe como parte propia del microcosmos construido —un hecho que en este nuevo film apuntalan a través de esas baterías de imágenes al final de cada uno de los episodios que, soslayadamente, lo componen—.
Hay, de hecho, una secuencia en La chica y la araña en la que sus dos interlocutores debaten acerca de una ventana abierta, la posible resolución a ese conflicto y la preferencia del personaje femenino porque finalmente permanezca abierta; otra de tantas conversaciones que, a modo de apuntes, van colmando la cinta y, al mismo tiempo, revelando su propia idiosincrasia, como si esos matices no fueran sino una suerte de reflejo meta del mundo creado, además de un modo de otorgar continuidad al relato. Otro apunte a pie de página desde el que advertir que, en efecto, ciertas ventanas deberían permanecer abiertas, especialmente si tras ellas encontramos piezas tan estimulantes y lucidas como esta La chica y la araña, cuyo influjo por suerte no termina con el propio visionado.
Larga vida a la nueva carne.
Interesante el comienzo, pero luego la película se limita, se ata de pies y manos a esa forma de exposición tan repetitiva como artificial (diálogos un tanto incómodos – miradas y gestos – interrupción) La tensión inicial (e incertidumbre) se me transformó en hastío, frente a personajes ricos pero reducidos (obligados) a expresarse de manera homogénea ante las situaciones de la vida cotidiana (y no tanto)