Una serie de planos con distintos rostros de los personajes que frecuentan el relato, las veces desfigurados, las veces superpuestos, sirven como secuencia de apertura de La chica de la aguja. La imagen se parapeta en un carácter pesadillesco que bien pudiera ser un anticipo de lo que vendrá. En ese gesto, aparentemente nimio, von Horn desplaza el componente psicológico ‹en pos› de un halo surreal que rara vez se integra en la narración pero refuerza su condición de terrorífica fábula.
Lejos de ahondar en esa raigambre genérica, estamos ante una obra que surge como descarnado retrato de una época. Movido por impulsos que se condensan en un libreto capaz de acaparar el ambiente decadente y cruento de aquellos tiempos, nos encontramos ante una crónica deshumanizada que emerge del más puro (y oscuro) de los instintos: la supervivencia. Una cuestión que se manifiesta no tanto en sus imágenes como en sus actos. Porque sí, es probable que estemos ante un film que ahonda en la miseria y la degradación, pero a fin de cuentas la lente de von Horn rara vez se regodea. De hecho, más bien se antoja un tanto torpe en la busca de algún que otro fuera de campo que ni siquiera surte el efecto deseado, trazando una incomodidad que se siente estéril.
No está, entonces, su gran ‹handicap› en la recreación de un período bordeado por una aspereza e inclemencia inexorables que, con mayor o menor acierto, contribuyen a la construcción de un microcosmos donde lo irrespirable es una forma de vida. Es, de hecho, la estetización en que incurre el responsable de Sweat un componente extrañamente frágil, con la que no consigue revestir de una magnitud distinta al universo retratado. Sí, puede que matice (en parte) su carácter fabulador, pero sin lograr que cada espacio, a través de su puesta en escena, deslice algo que sólo logran fragmentos muy concisos —como esa pesadilla sobre la que volverá su autor ya en los últimos compases de la obra—. La chica de la aguja toma así la concepción de crónica seca, impasible, incapaz de dotar de humanidad a sus personajes.
Es, de hecho, esa secuencia en la que el marido Karoline se despoja de su máscara para poder acercarse a su hijo y besarlo, la que paradójicamente recoge una cercanía que von Horn no logra concebir en torno a su protagonista. Ni siquiera cuando decida hacerse cargo de un bebé para, de algún modo, redimir su errático periplo.
Así, y como sucede con algunos de los recursos implementados, la implicación de su autor se antoja adusta. Puede que por un academicismo que no logra hacer confluir las distintas vertientes del relato; o por la incapacidad al transmitir en sus estampas algo más de lo que vemos. Por, exponiéndolo de otro modo, ir más allá de aquello que sucede en pantalla y ser incapaz de construir algo más que un microcosmos consecuente.
La chica de la aguja deviene así un film frío, que no concreta su objetivo ni en una conclusión que debería tener algo más que intenciones. Pero no es así, y ni siquiera la presencia de Victoria Carmen Sonne, esa intérprete que se aferra como un clavo ardiendo a personajes que retozan en lo degradante e inhumano, consigue otorgar una dimensión distinta al film. Muy posiblemente porque no se trataba sólo de hundirse en la decadencia y la miseria, algo que su autor no termina de comprender, esbozando por ende un indolente mosaico cuyo peor problema no es, ni siquiera, la tan manifestada provocación.

Larga vida a la nueva carne.