Afrontar un nuevo film de Quentin Dupieux resulta siempre un ejercicio de paradojas en lo referente a la expectativa. Por un lado uno ya sabe en que territorio se va a meter, por otro está el factor sorpresa que el director galo ofrece a cada nueva propuesta. Los desvíos de la cotidianidad a través del absurdo y, al mismo tiempo, la sensación de que detrás de la broma se intuye siempre no una distorsión de la realidad, sino una perspectiva diferente de ella.
Le Daim no deja ser, en cierto modo, un paso más en esta focalización de las realidades divergentes y de cómo la locura individual puede ser tan compleja y al mismo tiempo sencilla de definir como una retroalimentación mutua con la locura social que le rodea. Un aparente juego, un divertimento que, a través de una estructura narrativa más convencional de lo habitual, ahonda en temáticas que se superponen y se mezclan en consonancia con un el tono formal del film.
Dupieux ofrece un relato que atiza sin piedad a lo superficial a través de cómo el objeto material de deseo se convierte en amo y señor de nuestros actos. Un proceso en el que todo deja de tener sentido una vez nos rendimos a la pulsión de poseer y que el objeto nos de el valor que nos negamos sin él. Pero no hay que engañarse, esta posesión, al igual que el vampirismo, necesita un recipiente dispuesto a entregarse a ella. Es por eso mismo que Dupieux se aleja de sus personajes de ternura ‹outsider› y nos retrata a un hombre (excelente Dujardin) ya de por sí presa de una desesperación silente, de un auto-odio y baja estima que le hace necesitar ese símbolo primero, y ser capaz de cualquier atrocidad después con tal de conservarlo.
La chaqueta, y el impulso de despojar de ellas al resto, no son más que una sublimación hiperbólica pero al mismo tiempo precisa de estos tiempos de reafirmación personal vía materialismo y egoísmo. La necesidad compulsiva de la aprobación de los otros mediante la preponderancia por anulación o, directamente, por supresión y, con ello, el dibujo de un panorama de individuos tan solos y emocionalmente aislados en sus bucles de comportamiento como el pueblo donde transcurre la acción.
Sí, hay un humor acerado y frío en Le Daim que bascula entre el absurdo habitual de Dupieux y la desesperación ante un mundo que se comprende pero que resulta del todo inaceptable en términos de ética y de humanidad. Y todo ello mezclado con un discurso que reafirmo el estado de las cosas a través de lo metacinematográfico, de la edición como forma de remodelaje de costumbres, de adaptación por distorsión con un telón de fondo digital que acentúa la banalización de la realidad en favor de la visión que se tiene de ella.
Y todo empacado en un engranaje formal que se adorna con un ‹leivmotiv› musical irónico que puntúa escenas de un modo extrañamente “hitchcokiano” y que nos traslada, de forma gradual, desde la comedia esperpéntica, al suspense anticlimático cotidiano, hasta una suerte de slasher rural tan congelado como crudo. Dupieux firma así su película más dura en términos subtextuales sin renunciar a su faceta autoral, marcada por su gusto por la las desviaciones de la realidad, por proponer un juego donde la locura puede estar a un fotograma de distancia, a una mala decisión toma. Un atajo a la locura que en esta ocasión se presenta tan divertida como de costumbre pero envuelta en una oscuridad y pesimismo tan poco habitual como, en este caso, preciso y, me atrevería a decir, necesario.