En una casa a orillas de la costa Azul se da cita una mezcla de generaciones que comanda la presencia del anciano Maurice, quien antaño regentaba un restaurante y ahora trata de pasar lo mejor posible sus últimos días en este mundo. Junto a él, sus tres hijos: Armand, que nunca se movió del pueblo para cuidarle a él y al restaurante, la conocida actriz Angèle y el curioso Joseph, que aterriza en la localidad acompañado de una novia muy joven. Cuando todos se reúnen, comienzan a salir a la luz recuerdos del pasado empapados de nostalgia, pero también pequeñas heridas que quedaron abiertas por más tiempo de lo esperado. Además, una serie de personajes invitados voluntaria o involuntariamente a la cita, contribuirán a profundizar todavía más en esta maraña de sentimientos típica en un árbol familiar de este calado.
El director marsellés Robert Guédiguian dirige La casa junto al mar (La villa) con una receta parecida a la utilizada en films precedentes. Las relaciones familiares y la dialéctica entre clases (burguesía vs. obreros) alimenta el guión de una película que queda aderezada también con alguna lectura en clave de actualidad. Más palpable resulta la sempiterna presencia de intérpretes como Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin, Jacques Boudet o Gérard Meylan, que conforman una ‹troupe› actoral con la que el cineasta parece sentirse muy cómodo.
Con una reposada cadencia narrativa, Guédiguian muestra poco a poco los lazos pasados y presentes que existen entre los diferentes personajes de La casa junto al mar. A tenor de lo comentado con anterioridad, es especialmente llamativo cómo se esbozan los diálogos que parten de Angèle, sobre todo en lo que se refiere a recordar infaustos episodios de otra época, como el que aconteció con la pequeña Blanche. En este sentido, hay que mencionar que la calma con la que el director se toma la exposición de los hechos no está reñida con la calidad de los diálogos, ya que estos siempre mantienen su coherencia e interés, evitando convertir a la obra en un mero “hablar por hablar”.
Todo cambia en el último tercio de film, cuando una circunstancia sobre la que Guédiguian ya nos iba dando pistas desde el comienzo se materializa en un hecho que empuja a La casa junto al mar a diseñar un notable desenlace, de carácter más activo en lo que se refiere al ritmo de la cinta. Es posible que este evidente cambio de escenario choque con la narrativa previa al forzar una nueva perspectiva que a esas alturas de metraje puede llegar a confundir, pero realmente el director de Marsella sabe encajar bien el discurso acerca de la inmigración (aspecto que, por otra parte, casa con sus ideas cinematográficas y sociales) y la infancia con aquello que hasta entonces había dejado caer en la película. No obstante, una vez completado el visionado del film, acecha la sensación de que no está todo lo cohesionado que debería en este aspecto.
Pese a este último viraje de guión, La casa junto al mar ofrece 107 minutos de interesantes reflexiones sobre el pausado pero patente cambio que atraviesa el mundo occidental. Guédiguian analiza este apartado desde una perspectiva que se desdobla en varios debates, como son la condición social de base, la herencia familiar o la globalización, pero todos ellos parecen girar hacia un mismo lugar. Sin salir de sus temáticas ni de su espacio de confort, la Marsella que le vio nacer, el cineasta construye una película que sabe diferenciarse lo necesario de sus trabajos anteriores y que, pese a echar en falta algo más de mordiente sobre todo durante la primera parte del film, vuelve a convencer en discurso y puesta en escena.