Puede que este sea el momento de las casas en el cine español. Si Celia Rico nos enclaustraba en un caserón necesitado de mimo y reformas en el bochorno del verano (en Los pequeños amores); o, en Las chicas están bien, Itsaso Arana usaba una residencia en las que un grupo de actrices se encapsulaba para dar a luz a su obrita de teatro, este año, además, Dani de la Orden vuelve a la carga con Casa en flames donde, literalmente, el hogar sirve como metáfora y literalidad de un hogar a punto de combustionar a causa de las fricciones fraternales. Pues bien, ahora Álex Montoya se atreve a plasmar un relato visceral de fantasmas que no parten, así como los conflictos que acarrean las heridas mal cicatrizadas en La casa, la adaptación del cómic homónimo de Paco Roca (ganador de un Premio Eisner en 2020). La película de Montoya, presentada en el BCN Film Fest 2024, ya venía de un recorrido celebrable: galardones a Mejor guion y a Mejor banda sonora original, así como Premio del Público y Premio Feroz de la Crítica en el último Festival de Málaga. El director se puede jactar, pues, de haber conmovido crítica y espectadores en este relato que se fija mucho en lo espacial, ya que lo que hace es encerrar a tres hermanos en la casa familiar donde crecieron después de la muerte del padre, con la intención de vender la propiedad.
La historia arranca, justamente, con la llegada al caserío de José (David Verdaguer), un prestigioso y reputado escritor y su pareja, la editora literaria Sílvia (Olivia Molina). La paz inicial se ve pronto interrumpida por la incorporación a la historia del mayor de los hermanos, Vicente (Óscar de la Fuente) y más tarde, con la de la hermana de la familia, Carla (Lorena López). Con el clan al completo, saltarán los primeros roces y en seguida los recelos del pasado harán mella en una especie de convivencia envenenada, sobre todo, por la rivalidad de Vicente y su frustración personal dada una delicada situación económica. Este último factor será decisivo en la discusión de la venda de la propiedad: mientras el benjamín y la hermana dudan en asumir la transacción de la casa por todo el valor emocional que representa, Vicente, desesperado por una inyección monetaria, luchará por evidenciar la necesidad de la venda, cueste lo que cueste. También asfixiarán la atmósfera el peso de la culpa, sobre todo la que cae sobre José, el reputado novelista, que simboliza la figura del trabajador que escala en la clase social y acaba acariciando el éxito y una relativa celebridad. Lo que pasa es que todo en la vida tiene un precio, y el autor tendrá que sacrificar mucho para mantener ese estatus. Y el sacrificio pasa, precisamente, por la cura de su familia y el mantenimiento emocional de sus allegados.
El inicio fantasmal (con la antes citada llegada de José) promete una de esas historias de recuerdos donde se resignifica el plano doméstico como espacio de seguridad. Un espacio que pasa a ser un cementerio de recuerdos y traumas mal cerrados que darán lugar a una contienda familiar encarnizada. Antonio (Luis Callejo), el patriarca, es el nexo ausente y recuperado en carne solo gracias a esos recuerdos, que se expanden como una caja de Pandora que explota en la cara de los personajes, como bien relatan los ‹flashbacks› en forma de píldoras nostálgicas, y que ayudan parcialmente a entender todo el ‹corpus› dramático que la familia tiene que gestionar entre sí, más allá del duelo de una inminente pérdida sentida. Y digo aquí parcialmente porque si bien los viajes al pasado de los hermanos hacen, por una parte, más inteligible el dolor y explican su relación con la vivienda, por otra, esos momentos llegan de forma un poco brusca, rompiendo, en algún caso, ese ritmo ambiental con el que Montoya parece querer envolver toda la película. El director, eso sí, logra conseguir algo encomiable, que es vincular el espacio con el peso emocional a través de esos fragmentos del pasado.
Explica Montoya en La Razón que la construcción de La casa como producción tardó siete años en completarse. Si bien es muy cierto que esa cocina a fuego lento y el mimo de cada uno de los detalles se palpa y se masca en gran parte del filme, algo en el desarrollo de la trama y en el arco de los personajes no acaba de sublimar todo lo que promete el arranque. En este anhelo de plasmar el duelo que pretendía manifestar la novela gráfica de Roca, Álex Montoya esparce, por toda la cinta, una nebulosa oscura que, por una parte, incómoda en exceso y hace que caigamos irrefrenablemente en lo tóxico, provocando en el público que la lucha entre protagonistas sea tan despiadada que luego uno no se pueda recuperar del batacazo. Esto ocurre, sobre todo, ante la exageración de Vicente: los rifirrafes con José son demasiado radicales, y muestran una mezquindad exagerada, casi maléfica, que deshumanizan una historia que, en un principio, parecía más humana que nada. La irregularidad de esa esencia de cine rural y familiar que no consigue aclimatarse, y precisamente la ausencia de alguna especie de clímax que acabe de suceder, hacen que uno se impaciente por partida doble: primero, por la irritación del comportamiento exacerbado de algún personaje y, también, por la falta de alguna expiación que no se materializa. Al mismo tiempo, puede que uno se frustre por tener delante una oportunidad fallida: la de un posible drama icónico en la cartelera nacional y que se queda, sin embargo, meramente, en una película bien filmada, previsible y a ratos superficial, y con toques intermitentes de gracia narrativa.