Después del triunfo de la Revolución cubana en 1959, que acababa con el régimen dictatorial —apoyado económica y militarmente por Estados Unidos— de Fulgencio Batista, una de las prioridades del nuevo gobierno liderado por Fidel Castro, y a iniciativa del Che Guevara, fue atajar el problema del analfabetismo en la isla y de la escolarización de los niños, que eran especialmente graves en las zonas rurales. Para ello se estableció la Campaña Nacional de Alfabetización en Cuba, que convertiría luego a 1961 en el Año de la Educación, pasando de unos índices del 20% de analfabetismo a dejarlos por debajo del 4%. Una de las medidas fue crear unas brigadas de alfabetización formadas por voluntarios que recorrían el país. Uno de aquellos brigadistas es el protagonista del cortometraje La campaña (Eduardo del Llano, 2021), sobre cuya actividad confecciona su sátira a partir de una simple premisa: ¿qué ocurriría si cuando uno de estos maestros llega a la humilde casa de una familia de campesinos se encuentra con que ellos están más y mejor formados culturalmente que él mismo? Felipe (Daniel Romero) no puede creer lo que tiene ante sus ojos y teme que sus superiores no queden muy satisfechos con sus resultados. Se suponía que debía pasar unas semanas conviviendo con ellos hasta lograr instruirles lo mínimo para que puedan ser adoctrinados por la propaganda oficial.
Con la total connivencia de los campesinos y la nada disimulada atracción de una de sus hijas, Felipe se queda con ellos igualmente y, con el paso de los días, se advierten las sorprendentes facultades de la familia en su cotidianidad. Han leído a filósofos, poetas y escritores de todo tipo, hablan varios idiomas y su mayor problema es que uno de sus hijos no sabe conjugar el subjuntivo —uno de los gags mejor construidos de la película, breve y que expresa una ironía desbordante—. La escenografía y composición de los planos, así como el uso del contraplano sirven de forma sencilla a un planteamiento de comedia de situación en la que los diálogos tienen un gran peso en la narración. La crítica de su discurso por un lado establece una perspectiva irónica sobre la necesidad del gobierno de enseñar a sus ciudadanos a pensar pero definiendo al mismo tiempo los límites en los que pueden hacerlo. Unos límites que son evidentes en el propio brigadista, que armado con sus cuadernos es incapaz de elaborar un pensamiento propio más allá de lo que pretendía enseñar a los campesinos, de lo que conoce de memoria y ha recibido de antemano.
Disimulado como broma aparece además simbólicamente la imagen de dos cerdos que se miran fijamente y que sintetizan el discurso más subversivo de la cinta, cuando el patriarca dice que uno de ellos está con el gobierno nuevo y el otro no y por eso se vigilan. Pero el filme no excluye el reconocimiento expreso de los logros de la Revolución, aunque señale la letra pequeña. Eso es lo que tienen los procesos históricos, que se sabe cómo empiezan pero no cómo terminan, explica también. La fotografía de La campaña diferencia muy bien entre los exteriores en mitad de la naturaleza —con un verde pálido que se mimetiza con el de los uniformes de los brigadistas— y el interior de la casa, donde los colores se vuelven cálidos y se intensifican en los momentos de las comidas familiares y sus conversaciones nocturnas. La propia familia se presta a escenificar su falso progreso a modo de farsa delante del superior de Felipe. Mostrarse como gente absolutamente inculta y con grandes deficiencias para escribir o hablar correctamente es demostrar el éxito de la campaña, reafirmando los prejuicios de la estructura burocrática dominante y la necesidad del programa de alfabetización, que configura una especie de profecía autocumplida.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.