Con su debut en el largometraje, la directora mexicana Lila Avilés se adentra en el día a día de una mujer que trabaja limpiando habitaciones en un hotel de lujo, con la esperanza de ser ascendida —literal y figuradamente— al piso más alto, donde le espera un salario más elevado. Paralelamente, asiste a un programa de educación para adultos, siempre con el propósito de progresar en su empleo y mejorar sus condiciones de vida.
La camarista transcurre en su práctica totalidad entre las paredes del lujoso edificio, en la rutina laboral de Evelia mientras se mueve de una habitación a otra, limpiando y cambiando sábanas. También va de vez en cuando a clase, habla con sus compañeros y se intercambian favores, y de tanto en tanto realiza una pausa para hablar por teléfono con su hijo de cuatro años. En cualquier caso, pese a que la protagonista y en consecuencia la película se permitan un cierto alivio cómico en momentos aislados, e incluso alguna excentricidad como es esa escena en la que se desnuda frente a un limpiacristales mirón, todo el filme está construido desde la sobriedad, e incluso esas salidas de rutina aisladas se muestran de la misma forma, sin llamar la atención sobre ellas, siendo simplemente ocasiones puntuales que logran aligerar su carga de responsabilidad, pero nunca evadiéndola del todo.
Así, la cinta crea en todo momento una suerte de microcosmos contenido en ese hotel, siempre con las mismas dinámicas y las mismas responsabilidades, que realza con elocuencia la sensación de estar atrapada en él que tiene su protagonista. Pero su propósito no es una mera exploración del tedio como rutina. Mientras Evelia arregla una habitación tras otra, poco a poco va haciendo sus cálculos, pensando en que su esfuerzo es un sacrificio necesario que será recompensado y logrará su ansiado ascenso. El problema es que no es ella la única que se esfuerza, y que tampoco es ella la única que opta a ese puesto. Y ésta no es la historia de una ganadora, es la historia de alguien que debe afrontar la frustración de no alcanzar nunca su meta, a pesar de su esfuerzo y de hacer en teoría las cosas bien.
Lo más característico de este desarrollo personal hasta la eventual frustración es que la cinta ni siquiera parece querer llamar la atención en exceso sobre ese momento. Evelia no llora o grita ni reacciona a las malas noticias más que con un ligero enfado y un ensimismamiento. Y luego, vuelta a la rutina. Hay un tono constante de resignación silente en la película, primero como vía para lograr ese puesto casi utópico, y más tarde como una sensación constante de no poder avanzar o retroceder, de que todo es en vano pero aún así no queda otra que continuar porque no le quedan alternativas.
Y por supuesto, en este meollo también entran factores de clase. Ella, obligada a pasar horas y horas en el hotel alejada de su hijo, en unas condiciones de trabajo bastante mejorables, se topa todos los días con la frivolidad de sus clientes acomodados y sus peticiones, e incluso de frente cuando se encuentra trabajando un tiempo extra como niñera del bebé de una clienta ricachona, que la trata con una condescendencia bien calculada presentándole una oferta de trabajo, tan tentadora a nivel de salario como denigrante por aprovechada y oportunista, como criada a cargo de su hijo.
Pero Evelia tampoco encuentra entre sus compañeras y compañeros algo parecido a un apoyo colectivo. Detrás de los favores y de las charlas amistosas hay intereses individuales que prevalecen, y ella no es una excepción a esta regla, contribuyendo a una competitividad en la que quienes le rodean se convierten en rivales a batir, y su éxito, prácticamente una afrenta personal. Y es que el panorama social y económico que refleja La camarista es desolador. No solamente la progresión es una escalada que se siente arbitraria y que nunca llega cuando se necesita, porque en último término depende de sus superiores, sino que el propio ambiente de trabajo se siente falso y lleno de conveniencias, con la imposibilidad de forjar relaciones que vayan más allá de la mera cordialidad buscando el beneficio propio.
La camarista, en su sencillez narrativa y en su expresión contenida, es en último término una crónica del fracaso de un sistema socioeconómico, de una mujer atrapada en sus engranajes y tan consciente de ello como incapaz de hacer nada por liberarse. Al salir de la puerta del hotel sabe que volverá al día siguiente, porque aún así necesita la estabilidad que le ofrece ese punto muerto en su carrera profesional y sabe que no puede aflojar, pero al mismo tiempo siente devaluado su esfuerzo, porque sabe también que, haga lo que haga, si progresa o no en su trabajo no depende de ella.