Si hay un problema detectable en La caja está en su ambivalencia. No tanto por ser un reflejo de la condición humana (especialmente en la adolescencia) sino por su falta de explicación, su escasa profundidad y por un toma de decisiones demasiado a menudo incomprensible. Todo ello podría ser perfectamente asumible en un contexto de causalidad por la vía de la elipsis enigmática. O sea, convertir un ‹coming of age› dramático en algo así como un thriller silencioso, “melvilliano”.
Sin embargo, Lorenzo Vigas parece apostar más por el drama fronterizo con tintes sociales, mezclando el conflicto de la búsqueda del padre ausente con la explotación en las condiciones laborales en Méjico. Algo que funciona moderadamente bien en cuanto retrato quirúrgico aderezado con cierta aspereza lacónica al respecto. Más un retrato desencantado que una denuncia al respecto.
Pero, el principal problema con La caja no está tanto en las transiciones genéricas sino más bien en el tratamiento moral del asunto de la violencia emparejada con la admiración paterno-filial y sus consecuencias. Si en el marco de lo laboral la distancia funciona a modo de retrato impasible que incluso potencia lo dramático del asunto, en lo familiar se deja paso a una ambivalencia que, más que reflejar, incluso justifica por momentos lo que vemos. No se trata tanto de subrayar una posición concreta, sino más bien aclarar de alguna manera ciertas acciones.
Por momentos, pues, nos encontramos ante demasiadas dudas, demasiada “manga ancha” por así decirlo en terrenos pantanosos. Más si cabe cuando todo ello comporta vaivenes erráticos de su protagonista. Bien podría justificarse en base a una edad, la adolescencia, consistente precisamente en la búsqueda de respuestas y la necesidad de cubrir huecos emocionales. No obstante ciertos actos no parecen suficientemente amparados por este vacío, por una ausencia que quiere ser cubierta. Quizás lo que falta es cuestionarse cuál es el precio de recuperar un padre, incluso si este no lo es a nivel biológico. Otro conflicto, este, que también se resuelve de forma un tanto abrupta, pasando de los silencios a dar respuestas que sean verdad o mentira no acaban de tener el peso especifico que este tema merecía.
El balance de La caja se antoja desigual. Por un lado la sequedad de la propuesta formal y los temas subyacentes resultan tan atractivos como, hasta cierto punto, hipnóticos y se reflejan perfectamente a nivel formal en la dualidad entre la aridez y la complejidad. Por otro lado nos deja una duda inquietante al respecto del posicionamiento moral del director al respecto. La sensación es que o bien voluntariamente, o bien por un exceso de querencia involuntaria por las formas, se acaban justificando asuntos tan graves como el asesinato y, lo que es peor, se les da una patina de “es lo que hay” por así decirlo que acaba resultando no un ejercicio de realismo sino más bien de blanqueamiento de una realidad tan desagradable que hubiera precisado, quizás, alguna reflexión más explícita y contundente más allá de la interpretación de la audiencia.