Una estilizada y fría construcción contrasta con la dejadez del patio de luces de un edificio que a posteriori nos descubrirá un interior en consonante decadencia con su entrada, donde incluso la cafetería que se encuentra en su rellano, uno de tantos vestigios de la modernidad mal entendida, ofrece señales de un deterioro evidente. En apenas un gesto, el de depositar esa “caja de cristal” que da nombre al título en español del film —paradójicamente, el original es un Black Box no tan, quizá, inspirado— en el interior del edifcio, Aslı Özge clarifica las intenciones de un título, si bien cuyo germen surge de un marcado carácter social e incluso político, que no obvia aquello esencial en un escenario como el que propone: la fluctuación de unas relaciones siempre en busca del propio interés y de la ostentación de un ego que sobresale por encima de cualquier motivo o valor comunitario.
La caja de cristal parte de una idea, la del encierro, que si bien esconde algún as bajo la manga —y, en realidad, no resulta difícil dirimir a dónde desea llegar argumentalmente la cineasta turca con ese elemento añadido—, se alza como gestora de un caos y una tensión ya de por sí presentes, pero agravados ante la imposibilidad de poder abandonar un espacio que, a fin de cuentas, no deja de tener un protagonismo asociado. Aquello que en el día a día, tras algún encontronazo, se asumen como tiranteces, como susceptibilidades adosadas a la convivencia vecinal, se transforma en un terreno desde el que amplificar cualquier trazo de disconformidad y otorgar los incentivos necesarios como para dinamitar una coexistencia que Özge desplaza en distintas direcciones, convirtiendo el film, más allá de su propósito central, en relato coral desde el que profundizar en sus distintas aristas, siempre desde una cierta correlación.
En ese aspecto, nos encontramos ante una obra que aunque no termina desvelando una inestabilidad que podría apoderarse a la perfección de su narrativa, sí contiene determinados segmentos que, por un lado, revelan con torpeza el objetivo de la cineasta y, por otro, constituyen un tejido que se termina resintiendo al poner el foco sobre aquello que quizá no otorga tanto calado a la propuesta al ser, en el fondo, motivos desde los que apuntalar la trama. De este modo, se pierde la ocasión de poner en relieve un componente psicológico desde el que afianzar las distintas relaciones y, por tanto, el contenido social de la cinta, rellenando así espacios que no aportan la cohesión adecuada y, no sólo eso, sino además disgregan un tono que Özge sostiene en esencia desde el diálogo, desde la disparidad de ideas.
La disección trazada dispone desde su dialéctica el ambiente idóneo desde el que diseminar ciertas actitudes pero, ante todo, los pormenores de una especulación tan salvaje como concienzuda, pero lo hace desafortunadamente tomando una vía que se antoja asimismo especulativa, complementado su visión con determinados personajes que aparecen y desaparecen como si de meras herramientas se tratara. Ello atenúa el efecto de un film que por suerte habla sin tapujos, y al que aunque sus fallas debilitan en parte, posee la capacidad de retratar esa inseguridad y miedo que proveen praxis cada vez más inhumanas, algo un tanto paradójico si tenemos en cuenta que La caja de cristal dispone en el diálogo algo más que un mecanismo indispensable, también el espejo desde el que concebir la comunidad como algo más que un grupo de individuos, asimismo un lugar donde el debate y la confrontación deben sostener dicho término en caso de querer descubrir el paradero adecuado.
Larga vida a la nueva carne.