Han pasado más de treinta años desde que el nombre de Denys Arcand saliese a la palestra mundial por primera vez. Lo hacía con su cuarta película como director, El declive del imperio americano, en la que partía del reencuentro de un grupo de amigos para dibujar un retrato intergeneracional de los deseos, las frustraciones y la hipocresía de la sociedad burguesa de los años ochenta. Es probable que, ya sea por la naturalidad de sus casi verborreicos personajes o por lo afilado de su comentario social que desde lo íntimo logró una dimensión sociopolítica; El declive del imperio americano siga siendo una cumbre en su cine y, por ello, sorprende que, aunque lograse la nominación al Óscar, la Academia decidiese premiar como mejor película de habla no inglesa Las invasiones bárbaras. Suerte de continuación que compartía temas y —algunos— personajes, centrada en los últimos días del tipo al que vuelve a dar vida Rémy Girard, enfermo de cáncer terminal. El laberinto burocrático, los vínculos familiares y, sobre todo, la resaca post 11-S le otorgaban el carácter urgente y de actualidad que, por desgracia, quedaba lastrado por la repetición de una fórmula que, aunque mantenía destellos de brillantez, comenzaba a mostrar síntomas de agotamiento.
A este respecto, La caída del imperio americano supone un cambio de tercio considerable en su puesta en escena. Dieciséis años después, Arcand cierra su trilogía sobre el hundimiento del capitalismo y, por consiguiente, de la sociedad occidental. La historia arranca cuando Pierre-Paul, doctor en filosofía que trabaja como repartidor para una empresa de paquetería, se topa con la escena de un robo y tiene la oportunidad de llevarse dos mochilas llenas de dinero. A través del azar, o de los designios de una fuerza superior, el director de El reino de la belleza eleva a su atolondrado personaje a sujeto filosófico. Entre la candidez voltairiana y la ridiculez existencialista en términos de Dostoyevski, Pierre-Paul —excelente Alexandre Landry— buscará ayuda para resolver el dilema moral al que parece incapaz de enfrentarse.
A partir de su encuentro con una prostituta de la que terminará enamorándose, la película se despliega como una galería de personajes —una pareja de policías, un asesor financiero y un ex convicto ahora estudiante de economía—, a los que Arcand intentará dar voz con mayor o menor éxito. De hecho, por momentos parece tener muy claro hacia dónde apuntar, señalando a los poderes fácticos por encima de todos, y redimiendo incluso a los personajes más abyectos; el banquero de buen corazón —¡valiente oxímoron!— y los agentes de la ley entregados a su trabajo en cuerpo y alma. Una indulgencia —a pesar de todo— que choca de lleno con otras decisiones. En su dimensión satírica, grotesca y naive, La caída del imperio americano radiografía con precisión e ironía las pulsiones humanas más elementales, pero parece demasiado preocupada por establecer una relación directa con la realidad contemporánea. El ejemplo más sangrante de esta necesidad por hacer evidente su mensaje es cómo utiliza a los mendigos para hablar del aumento de la pobreza en Canadá. Aunque les dedica los últimos segundo del filme, nunca logran tener voz y, por mucho que se subraye su situación como la última y más grave consecuencia de la voracidad capitalista, seguirán siendo parte del fondo del encuadre.