Amantes ya no sólo del cine de terror, sino del séptimo arte en general: estamos de celebración —y de qué manera—. Si bien es cierto que en nuestro país ya es práctica habitual hacer caso omiso al clamor popular y retrasar, e incluso descartar por completo, estrenos de cintas absolutamente necesarias en circuito comercial, la esperanza es lo último que debería perderse, y, por fin, parece ser que nuestras plegarias han sido escuchadas. Año y medio después de su debut en salas norteamericanas, la distribuidora de cine independiente Good Films ha conseguido que podamos disfrutar del privilegio que supone ver La cabaña en el bosque —The cabin in the woods— en pantalla grande; placer que pudimos experimentar en la edición 2012 del festival de Sitges durante un pase que no hizo sino confirmar que estábamos enfrentándonos a una de las mejores películas del año.
Las apariencias lo son todo en La cabaña en el bosque. La técnica empleada a la hora de generar suspense —y sorpresa— centrada en simular una realidad que dista mucho de la auténtica trasciende a la narrativa de la película, dejando entrever que bajo esa fachada de entretenimiento bobalicón e inocuo existe un producto harto inteligente, auto-reflexivo y capaz de dar esa necesaria vuelta de tuerca que un género tan requemado como el terror venía pidiendo desde hace una larga temporada. Ambas caras del filme pueden apreciarse sin mucho esfuerzo, pero depende de la predisposición del espectador convertir el simple visionado lúdico en una experiencia mucho más enriquecedora que sumará muchísimos enteros al conjunto.
Atendiendo a su estrato más superficial, nos encontramos ante otra de esas golosinas que Joss Whedon —en este caso desempeñando las funciones de coguionista y productor— envuelve con un papel de regalo espectacular y cierra con un enorme lazo rojo antes de entregársela a —su— público. Porque La cabaña en el bosque pierde su condición de producto cinematográfico para convertirse en una suerte de regalo ya no sólo para el aficionado al cine de género, sino para todo fan del imaginario creado por Whedon, referenciado con mayor o menor sutileza en numerosas ocasiones durante el filme.
Pero no todo el mérito iba a recaer sobre los hombros del creador del «Buffyverso». Drew Goddard, quien, además de dirigir, firma la otra mitad del guión, consigue redimir los pecados cometidos en la irregular Monstruoso —Cloverfield— y se muestra especialmente cómodo en el juego de máscaras que ofrece el que es su primer largometraje en las labores de dirección. Su solvencia a la hora de gestionar el complicado equilibrio que debe existir en un cóctel de terror y comedia hace de La cabaña en el bosque un entretenimiento cuasi perfecto; un producto lúdico del que todas las producciones similares deberían tomar nota si desean dejar satisfecho —y de qué manera— al respetable.
No obstante, la faceta más sugestiva de la ya de por si interesante cinta se descubre al vislumbrar su gran aporte al género. Para comprender la dimensión del logro de La cabaña en el bosque es necesario retroceder hasta 1996, año en el que Wes Craven puso patas arriba el sobreexplotado subgénero que siempre ha sido el slasher con Scream. Al igual que Craven, Whedon y Goddard juegan a tomar clichés y mecanismos narrativos ya convertidos en tópicos del género para, con un adecuado cambio de perspectiva, aportar un frescor y una sensación de novedad que llevábamos sin atisbar a tales niveles cerca de dos décadas en productos similares.
Como veis, La cabaña en el bosque es más que una cinta de terror. Es una celebración, un regalo, una orgía referencial, un artificio descomunal que además de divertir como muy pocas consiguen, satisface al cinéfilo empedernido con un inteligente estudio del lenguaje cinematográfico. Así que, por favor, coged un buen paquete de palomitas y no perdáis la oportunidad que nos han dado de ver en pantalla grande una cinta tan disimuladamente trascendente, sorprendente y capaz de conseguir convertir una sala de cine en una auténtica fiesta si el público está mínimamente por la labor.