La historia. Una película sobre brujas en la América colonial no es precisamente de entrada el argumento más novedoso del mundo. Sin embargo, acostumbrados a las habituales aproximaciones críticas al periodo, normalmente enfocadas a la injusticia de la caza de brujas y del fanatismo religioso imperante, no deja de ser refrescante el ángulo desde el cual afronta The Witch la temática.
La intrahistoria. La clave está en alejar ya de entrada a un pequeño núcleo familiar de la comunidad y dejarlos en territorio inhóspito. Un lugar abierto, el campo con bosque circundante, que ofrece a priori más espacio diáfano y libertad, pero que Robert Eggers, director del film, consigue convertir paulatinamente en una prisión cargada de desconfianza y prejucios. Lentamente, desgranándose a través de música repetitiva y penetrante, luminosidad gris y planos cerrados, va creciendo la atmósfera de opresión, de secretos a fuerza revelados, de todos contra todos familiar. Una manera de convertir el relato micro, íntimo, de una familia en parábola reverberante de una época y un lugar.
The ScapeGoat Entity. La bruja, los susurros, la multiplicidad de formas, los deseos ocultos y finalmente la locura se suceden en una escalada de eventos tan lenta como inexorable. No, no se trata de ocultar el elemento sobrenatural al espectador, se trata del proceso contrario: hacerlo tan palpable como inevitable, hacer entender que hay un fatuum de negatividad inescapable, de cargar de electricidad el entorno y al mismo tiempo, a pesar de la sangre y la violencia hacerlo atractivo, seductor, liberador en una palabra. Se trata de focalizar el maltrato injusto en uno de los personajes para dictaminar y condicionar nuestras reacciones posteriores. El paradigma del chivo expiatorio convertido en un suerte de liberación femenina de las cadenas de la religión y la sumisión.
Los cuerpos. La suciedad, la sequedad. Cuerpos rígidos y marchitos se suceden en poses hieráticas de detalle preciso. Cuerpos casi mudos solo torcidos en cuanto a movimiento físico, como si solo se tratara de muertos revividos ante las necesidades básicas. Como zombies sacados de un ‹American Ghotic› que solo vuelven a la vida paulatinamente a medida que el mal les atenaza. Es la paradoja de The Witch, solo el deseo, el pecado, la carne es lo que confiere “vida” real a esas figuras que más que humanas son meros recipientes de fanatismo, meras bocas religiosas en palabra pero sin alma.
Las influencias. Eggers tiene muy presente que su liga no es la del ‹exploit› del mundo brujeril, ni pretende estar jugando al melodrama de la letra escarlata. No, aquí estamos en un juego de terror puro basado en la focalización del detalle, en la pincelada precisa del horror y la pupila que lo contempla. Por ello esta es una de esas películas que necesita su tiempo de cocción, de por así decirlo, entrar en materia. Se intuye el Shyamalan (depuradísimo eso sí) de El Bosque, en el amor por la descripción y resuena con fuerza el Rob Zombie de The Lords of Salem en cuanto al tratamiento del sonido y en el proceso de caída en la locura. Pero por encima de todo lo que destaca es la personalidad de Robert Eggers, su capacidad para imprimir su sello en cada plano, convirtiéndolos en cuadros que por si solos cuentan múltiples historias. Como si en The Witch hubieran cientos de pequeñas historias esperando en cada rincón del fotograma esperando a ser contadas. O quizás precisamente ocultadas de lo evidente por no hacer si cabe de la película un artefacto aún más espeluznante ( y seductor) de lo que ya es.