Siempre es agradable que a uno le hagan sentir inteligente. Descubrir relatos que se refieren a temas alternativos, intelectuales y reflexivos (la lírica del poeta incomprendido, las obras del autor fracasado, la humanidad del famoso deshumanizado), pero sirviéndose de la estructura convencional. El metalenguaje es un recurso muy efectivo para este tipo de relato: servirse del propio trabajo para ejemplificar sobre el discurso. Si se hace con cierta gracia, los resultados pueden ser muy efectivos. La biblioteca de los libros rechazados (ni a propósito podría haberse encontrado una traducción más hortera) sigue los pasos de Jean-Michel, un escritor frustrado (es decir, un crítico literario) que se niega a aceptar la autenticidad de cierta historia relativa a otro supuesto escritor frustrado. Lo que él llama “la novela fuera de la novela”: el caso del cocinero inculto cuya personalidad escondía un poeta incomprendido y la obra del cual sólo pudo ser descubierta después de muerto… gracias a una biblioteca dedicada a libretos no editados. Un relato con el que todo el mundo se queda, mucho antes que con la propia obra del presunto escritor. Pues eso, la novela fuera de la novela.
Toda la película gira en torno a la búsqueda de la verdad por parte de Jean-Michel. El crítico, decidido a desmentir el mito, se propone descubrir la auténtica historia que esconde tan exitosa obra (es decir, quien es su verdadero autor). Pero, irónicamente, no es consciente (o tal vez sí) de que al intentar destruir “la novela fuera de la novela” está construyendo la suya propia. Ahí está, de hecho, buena parte del atractivo de este título: todo él es en realidad la “novela fuera de la novela”. Y el metalenguaje no termina aquí. En cierto momento de la película, dicho personaje se encuentra, como parte de su investigación, con determinado círculo de lectores. Las personas que lo conforman le cuentan que en sus tertulias no tiene cabida ningún tipo de material que se aleje del género policíaco. Con este pequeño detalle, el director se da a sí mismo la licencia cómica que lleva utilizando desde el primer acto: la de construir todo su trabajo como si estuviéramos delante de una (parodia de) película de detectives. Es un gesto cargado de relativismo, autoconciencia y que da al producto un agradecido aire de modestia y simpatía.
En realidad, toda la película viene impregnada de este aire. Desde su estructura narrativa, pasando por su planificación y montaje, hasta su tipo de humor (al que recurre con frecuencia). Es un producto, como entredije en el primer párrafo, interesado en analizar cuestiones intelectuales desde un prisma convencional. De ahí que su visualización resulte tan agradecida: es como si asistieramos al pase de un divertimento para inteligentes recién iniciados. De hecho, el ejercicio de Rémi Bezançon puede suponer un entretenido pasatiempo para el espectador atento: el director se dedica a reproducir todos y cada uno de los tópicos del cine policíaco de un modo tan exagerado (giros de guión incluidos) que casi parece desafiar al público a preverlos. Esta autoconciencia, este metalenguaje pasado por el filtro de la estructura dinámica, recuerda en cierto modo (salvando largas distancias) a otra película también protagonizada por Fabrice Luchini: En la casa. Aún reconociendo que el trabajo de Ozon pertenece a otra categoría (sin duda, contiene una reflexión mucho más madura y desgarradora), ambos trabajos comparten la capacidad de hacer entretenido lo complejo y de combinar con eficacia humor y reflexión.