En una de las primeras escenas de La barbarie, Nacho, el protagonista, asiste a la castración de un buey. Una secuencia ya de por sí cruda que, sin embargo, no parece representar un choque para el recién llegado pero, más allá de eso, tampoco genera el impacto que cabría esperar en el espectador. Un hecho que bien se podría deber a ese aspecto visual que presenta el film, demasiado limpio y pulcro en ocasiones, arrojando una determinada planicie que por momentos no beneficia al desarrollo del nuevo trabajo del porteño Andrew Sala. La llegada de Nacho al hogar paterno huyendo precisamente de la urbe donde entendemos se ha criado y del influjo materno —figura que no tendrá ningún peso en la narración más allá de un par de mensajes que recibirá el protagonista en su móvil, ignorándolos—, generará una serie de fricciones en la hacienda de su padre, un ganadero que convive en el día a día junto a una familia trabajadora de menor estatus, encargados de realizar las distintas labores que requiere tanto el terreno como el ganado que habita en la finca.
Es en esas tensiones latentes que se van personando, donde Andrew Sala dirige la importancia del mismo, haciendo que el foco recaiga sobre esos encontronazos que el joven protagonista irá rehuyendo, lejos de afrontar, a lo largo del relato: y es que si bien su progenitor le pedirá una determinada implicación para quedarse en la casa, colaborando en las tareas que derivan de la finca, Nacho no afrontará un rol que ante todo requiere jerarquía, un respeto que ni él parece presto a reclamar, ni los trabajadores dispuestos a otorgarle; más bien debe ganárselo, lograr que llegue a través de su comportamiento afrontando cualquier tipo de situación, por peliaguda que sea, que él evita. Incluso trenzar vínculos se antoja difícil en ese contexto, algo que sólo conseguirá con la hija de esa familia, no sin antes haber insistido e incluso apelado a una relación lejana ya existente. Se podría decir que, de este modo, Sala refleja un estado de constante hostilidad —buena muestra de ello es la reprimenda nocturna que se llevará Nacho de uno de los muchachos al acercarse a su hermana—, algo que sin embargo no se traslada a un aspecto formal un tanto parco, casi retraído, que no logra que se sientan esas tiranteces, que uno las pueda palpar más allá de lo meramente argumental.
Pese a ello, La barbarie se sigue con cierto interés en tanto desliza temas ya conocidos como esa diferencia de clases y una violencia que no pertenece tanto a la condición de los personajes, sino que se sustrae de una presencia no deseada que, por vínculos consanguíneos, obtendrá un posicionamiento específico sin ni siquiera haber demostrado aptitud alguna. La presencia de Nacho como un intruso, una suerte de agente disruptor que socaba de algún modo los rangos ya existentes, generan esa tensión que apenas se llega a sentir en alguna que otra escena aislada, coincidiendo además con una evolución del personaje cuanto menos dudosa. Ese endeble trabajo en torno a la psicología del protagonista, y un giro un tanto discutible —que si bien no deja de ser una causa-efecto alrededor de esa dominancia expuesta, termina sintiéndose más como un desvío un tanto baldío—, hacen de La barbarie un ejercicio que nunca termina de disponer las piezas del mejor modo, y se diluye en un cúmulo de intenciones que apenas logran conjugar los suficientes elementos en pantalla para que el film termine alzando el vuelo de forma definitiva.
Larga vida a la nueva carne.