El sheriff de una pequeña localidad de Virginia investiga una masacre ejecutada en una casa del pueblo, que ha dejado un grupo de víctimas horriblemente mutiladas. El único cuerpo reconocible, pertenece a una joven perfectamente desconocida, o Jane Doe, tal como denominan los norteamericanos a la que aquí mencionamos como fulanita de tal. El médico Austin Tylden y su hijo Tommy reciben el encargo de realizar la autopsia. Así comienza una noche muy larga para ellos.
El nuevo largometraje del director noruego supone una buena sorpresa. Tras dos décadas durante las cuales el género fantástico y su pariente terrorífico, se han renovado con las influencias orientales. Con la acumulación de finales sorpresa reiterados. Con esas nuevas versiones tuneadas, de menor o mayor fortuna, sobre los films famosos de los ochenta. Y con las perlas independientes que han echado mano de la imaginación para enriquecer sus presupuestos baratos. Otra vía de las más influyentes se debe al formato de reportaje y video casero que se originó en el bosque de Blair, resultado de aquel proyecto famoso, además de algunos telefilmes que ya usaron ese documental falso para lograr sus objetivos. Una vertiente cuyo mejor ejemplo quizás sea Trollhunter, el anterior trabajo de Øvredal, una cinta premiada, tan inquietante por sus imágenes como por un humor frío que se deshiela, tiempo después de verla. Sin embargo, lo sorprendente de esta autopsia es que resulte ser uno de los mejores ejemplos del cine de terror en lo que va de siglo, desde la esencia más clásica del género.
El cineasta toma el guión escrito por Ian B. Goldberg y Richard Naing, un texto convencional, solo en apariencia, iniciado por una secuencia que presenta un suceso escabroso, propio de un psicópata. Algo más característico del policiaco, diferente en origen a lo que sucederá más tarde, cuando los protagonistas comiencen a efectuarle la autopsia a la chica muerta, un cuerpo intacto —en apariencia— que guarda terribles secretos. La hora y media escasas que necesita el director para narrar la aventura de los tres personajes con un ritmo progresivo, envidiable y enorme capacidad hipnótica, dan idea del estilo clásico, tan bien aplicado a la propuesta. Un estilo reforzado por la efectividad del gran cine de la mal llamada serie B, o bien llamada así para diferenciarlas, porque en la mayor parte de los casos esas películas superaban a las grandes producciones que acompañaban en programas dobles.
Øvredal aplica todos los recursos que sirven para crear interés, incredulidad, sustos, miedo e incluso pavor en los espectadores. Ya desde el principio define el espacio, esa sala para realizar autopsias que une el instrumental médico con los detalles humanos, como es el viejo radiocasete en el que se sintoniza una emisora de radio. Para llegar hasta allí, hay que bajar en un ascensor destartalado y recorrer los pasillos tapizados de rojo, tan parecidos a los de un salón de baile. Unos decorados que permanecen iluminados por lámparas antiguas, mientras la corriente eléctrica no falle, que suele ser un defecto cotidiano.
Una vez ubicados en este territorio, lugar que se asimila un poco a la puerta trasera del infierno, los efectos de sonido y la música se convierten en un elemento que se incorpora como el cuarto personaje. Los sustos, al contrario que en el grueso de la producción cinematográfica actual, no son el resultado de un golpe sonoro excesivo que vaya después de la imagen, sino que a veces suceden antes o simultáneamente, sin necesidad del refuerzo visual o auditivo. La tensión se consigue mediante la evolución narrativa, con los insertos escalofriantes como el de la mosca que asoma por los orificios nasales de la fallecida. O la sensación de vulnerabilidad del padre y su hijo, buscando la supervivencia, cuando cualquier razonamiento científico o intelectual es desafiado por lo que sucede ante ellos.
André Øvredal consigue un largometraje tan bien resuelto que puede satisfacer a los comedores de palomitas compulsivos, de igual manera que a frikis del fantástico, a cinéfilos y al público en general. Por su metraje circulan dos de las mejores actuaciones de Brian Cox, actor que a su solvencia habitual une ahora una calidez fraternal que refuerza su papel. O la de Emile Hirsch, renovando su aspecto de rebelde, por este hijo cariñoso y entregado a su padre. Sumados ambos a la fotogenia y amenaza que supone la presencia de la actriz Olwen Catherine Kelly, en el papel de Jane Doe, un cadáver que demuestra muchos matices, a pesar de su condición estática e inexpresiva.
También quedan secuencias tan buenas como las del incendio. La fuerza delirante de una campanilla que tintinea fuera de campo. O esa forma de solucionar un conflicto familiar, entre padre e hijo, con un simple cambio de plano, un trauma debido a una confusión que llenaría filmografías completas de autores europeos y japoneses, pero aquí se despacha de forma sencilla, aunque sin quitarle su alcance trágico.
Poco más se puede añadir sobre esta buena película que no dijera ya Rubén Collazos en su excelente reseña, cuando se proyectó en el Festival de Sitges 2016. Pero no me quedaría ninguna duda de que John Carpenter podría disfrutar también en la sala, al contemplar un trabajo realizado por un buen discípulo suyo.