Sorprender desde uno de los más celebrados (en su inicio) y desgastados (prácticamente poco después de ese inicio) subgéneros —que los Myrick y Sanchez recuperaron con su El proyecto de la Bruja de Blair muchos años después del ya imprescindible testimonio de Deodato— fue toda hazaña para André Øvredal, pero si algo podía resultar un reto todavía mayor para el autor de Troll Hunter, era demostrar que podía manejar los tiempos, recursos y elementos de una ficción todavía mayor, aquella que no puedes falsear con fundamentos ajenos —por aquello de los códigos, siempre eludibles, eso sí—, dado que los tuyos son indispensables para encontrar un factor diferencial, un sello propio. Algo que la mirada —como, en efecto, en la mencionada Troll Hunter— y el ingenio —en la escritura— no pueden simplemente administrar.
La autopsia de Jane Doe nace de este modo como un film seminal, y es que más allá de los juicios emitidos a través del inevitable material visto a luz, estamos ante la concepción primigenia de Øvredal como autor (o posible autor). La ficción pura se antepone así como un terreno para ponderar ya no el talento narrativo y visual del noruego, también el uso de unos mecanismos propios y distinguibles para defender su propuesta. En ese sentido, La autopsia de Jane Doe no tarda en empezar a mostrar algunas de sus cartas, y tanto el empleo del sonido —quizá su rasgo más destacable— como el modo de ejecutar un montaje que define con creces el tipo de cine de género por el que se decanta Øvredal —y que, en ese sentido, nos acerca al temple y la pausa que poseía Troll Hunter en determinados momentos— definen unas formas no precisamente fáciles de implementar debido a unas características que las llevan en cierto modo al extremo desde el primer momento.
Esa pausa narrativa —concedida, como comentaba, a través de su certero montaje— es una de las armas que sustenta el nuevo largometraje de Øvredal ya no por aquello de ejecutar un punto diferencial y marcar un carácter u autoría propias, sino con el objetivo de construir un tono y atmósfera que se irán cimentando con el paso de los minutos y gracias, en especial, a una de las mejores secuencias del film —en efecto, la de esa autopsia que da título a la obra—. Una singular tensión conducida por el cada vez más macabro microcosmos urdido hacen de ese hilo conductor una pieza tan precisa como imprescindible para el devenir de La autopsia de Jane Doe; en efecto, no se entiende —ni mucho menos concibe— lo que seguirá sin un momento que pese a no rechazar su raigambre genérica, es conducido con una serenidad exquisita que además es capaz de arrojar nociones e ideas sin conexión aparente por aquello en lo que desembocará la acción, pero que terminarán siendo necesarios para cerrar un último acto al que pocas cosas se le pueden reprochar —quizá una consecución un tanto apresurada en última instancia, en especial a juzgar por las bazas que podría haber jugado Øvredal—.
Pero más allá de destacar actos o escenas concretas, el desasosegante y malsano conjunto que es capaz de explotar el cineasta nos otorga tan solo una ligera idea del potencial que podemos tener ante nosotros. Sí, es cierto que a Øvredal se le ha presentado una ocasión inmejorable en forma de libreto sólido y bien conducido, pero tan cierto es como que el noruego demuestra tener tablas y arrojo para transformar un relato sin no ciertas coyunturas en una obra con un empaque —en todos los sentidos— muy por encima de lo que estamos acostumbrados a percibir en el cine de género. La autopsia de Jane Doe se asienta así como piedra angular de un cine que vuelve a saber añejo por su capacidad para perturbar y hacer del horror algo más que un conjunto de tics o imágenes abigarradas, y no obstante halla en su arrebatadora fuerza una modernidad que encuentran desde este preciso momento en André Øvredal a uno de esos cineastas a tener muy en cuenta en un futuro próximo.
Larga vida a la nueva carne.