El reciente estreno este fin de semana de una nueva adaptación cinematográfica de la mítica novela escrita por la estadounidense Louisa May Alcott firmada por Greta Gerwig, representa una excelente oportunidad para recuperar la primera incursión en el cine sonoro que se llevó a cabo del texto realizada en 1933 por el legendario y siempre genial George Cukor para los estudios RKO.
Lejos del tono absolutamente almibarado de la versión de 1949 producida por la MGM y dirigida por el eficaz artesano Mervyn Leroy, y también apartada del tono quisquilloso y edulcorado de la de 1994 protagonizada por la musa de la Generación X Winona Ryder, la película de Cukor se observa como un potente y sólido melodrama clásico impregnado de todos los ingredientes y condimentos que hicieron grande al Hollywood dorado de los años treinta.
La cinta fue una gran producción de un estudio, como era la RKO, que acostumbraba a no dotar de excelsos recursos económicos a sus proyectos, siendo asimismo un vehículo cultivado para el lucimiento de una estrella en ciernes del estudio como era aquel entonces una jovencísima Katharine Hepburn, actriz que comenzó en el universo cinematográfico de la mano de los productores y realizadores franquicia de la productora de King Kong (curiosamente otro de los grandes proyectos del estudio que contó con la dirección del productor de Las cuatro hermanitas, Merian C. Cooper, y que fue culminado en el mismo 1933).
Cukor, al igual que la Hepburn, había iniciado su carrera como director solo unos años antes siendo por tanto un novato en cuanto a trayectoria, si bien ya había dado muestras en sus primeras obras de un sentido del gusto y de la narración que casaban a la perfección con el idioma del gran melodrama estadounidense, ese género que las productoras sacaban adelante para colmar los deseos y ansias de escape del público femenino que mayoritariamente abarrotaba las salas de proyección. Por tanto se granjeó la confianza de los magnates de la RKO, encomendándole la filmación de intensos melodramas, muchos de ellos protagonizados por una de sus actrices fetiches y gran amiga Katharine Hepburn (obras tan referenciales como La gran aventura de Silvia, Doble sacrificio, Vivir para gozar, Historias de Philadelphia o las otoñales Amor entre ruinas y El trigo está verde contaron con la colaboración de esta dupla que desarrolló una fructífera cosecha a lo largo de más de cuatro décadas de amistad).
Como conocerán quienes hayan leído la novela o visto las otras adaptaciones de ésta, la cinta narra, con un claro tono autobiográfico, la historia de las cuatro hermanas March, abarcando desde su juventud durante los años de la Guerra de Secesión americana hasta alcanzar su madurez y realización como mujeres en una sociedad en la que el papel femenino estaba relegado casi exclusivamente al de ser madre y ama de casa.
Las cuatro hermanas poseerán diferentes personalidades. Meg, la mayor, será la eterna responsable y prudente, quizás el perfil estándar de esa mujer que aspira a enamorarse y formar un hogar. Beth representa la timidez y la enfermedad, esa mujer que quiere traspasar los límites establecidos, pero que nunca llegará a conseguirlo bien por su carácter apocado o por sus dolencias, que la arrastrarán a un lento calvario que solo podrá ser liberado con la propia muerte. Amy, la menor, simboliza ese espíritu caprichoso y conquistador gracias a su belleza, frescura y juventud, personificando el polo opuesto de la estrella del relato que no es otra que Jo, la rebelde y contestataria hermana que aspira a convertirse en escritora y vivir de su propio sudor sin tener que depender de ningún hombre que la mantenga, un papel que le venía como anillo al dedo a la transgresora y andrógina presencia de la Katharine Hepburn, que con éste logró el primer papel icónico de su robusta filmografía, siendo uno de sus roles más recordados en esos primeros años en los que desempeñó todo tipo de papeles, siempre demostrando la fortaleza y rebeldía de unas mujeres hechas a sí mismas y absolutamente independientes. Quizás el primer vestigio de feminismo del Hollywood clásico sonoro.
Siendo una novela de alumbramiento de la madurez y revolucionaria al otorgar el protagonismo a un personaje rompedor de moldes clásicos novelescos, la película de Cukor no es para nada rompedora ni revolucionaria, sino que se eleva como una pieza de orfebrería del melodrama primitivo e imperecedero. Aquí no se explotará la comedia presente en el choque de personalidades existente ente la Jo interpretada por la Ryder y por June Allyson y la Amy interpretada por la Taylor y la Mathis, sino que Cukor dejó que todo fluyera según el cauce normal de los acontecimientos narrando con seriedad y una madurez impropia de un principiante los avatares y diferentes capítulos desarrollados durante el duro discurrir de los días en casa de las hermanas March, convirtiendo el hogar familiar casi en un protagonista más de la historia.
El tono claustrofóbico del relato solo será violado por Cukor en algunos pasajes rodados en exteriores, quizás los más emotivos y rebosantes de libertad, como por ejemplo las maravillosas escenas de inicio y confirmación de romance entre Jo y su vecino Laurie. Igualmente la cámara de Cukor dialogará a través de la composición de imágenes, potenciando los planos generales que encapsulan a las cinco protagonistas del film (la madre y las cuatro hermanas) en los primeros compases de la película que narran las vivencias durante la ausencia paterna y por tanto la necesidad de protección mutua precisos en esos momentos, para poco a poco ir acercando la cámara a la figura y rostro de Katharine Hepburn mostrando la fuerte personalidad de Jo, sus anhelos de libertad, sus aspiraciones literarias, sus fracasos amorosos, sus decepciones ante la imposibilidad de visitar su añorada Europa, sus peleas con su rica y huraña tía, sus triunfos al ser publicados sus pequeños relatos, su redescubrimiento del amor a través de la amistad y la madurez encarnada por el viejo profesor Bhaer (aquí interpretado por el siempre maravilloso Paul Lukas)…
Y todo ello acompañado por las experiencias respiradas por sus hermanas a medida que los años transcurren, y con ellos la inocencia va apartándose del camino recorrido por la familia. Cukor apoyó el peso de su discurso en eso. En examinar los efectos del paso del tiempo y las consecuencias que ello trae consigo. Sin renunciar a inyectar ciertas gotas de comedia, pero forjando la grandeza de su crónica en la descripción del paso de la inocencia a la madurez de las cuatro hermanas, con especial relevancia de una Jo convertida en el fin y el todo de una obra que emociona por su delicada composición de imágenes y episodios cruzados.
Y es que hay que destacar una puesta en escena espectacular y hermosa, siendo especialmente recordada la dirección de arte, el vestuario y un elenco absolutamente magistral. A la inolvidable interpretación de la Hepburn hay que añadir la presencia de una joven Joan Bennett en el papel de Amy y la siempre contenida y eficaz estampa del ya mencionado Paul Lukas. La estructura cinematográfica con la que dotó Cukor a su producto también es de sobresaliente. Planos medios siempre perfectos y elegantes que embellecen su su sobriedad y pulcritud cada escena construida. Una fotografía que viaja en paralelo con el discurrir de los acontecimientos, arropando a las protagonistas en un mismo plano en los primeros compases para derivar en planos cada vez más íntimos y personales a medida que los caminos de los personajes van bifurcándose en diferentes direcciones. Igualmente poético será la presencia testimonial del padre de familia, que tan solo aparecerá en dos breves secuencias, siendo su presencia casi un espectro que azota e inquieta la incierta realidad a la que se deben enfrentar las hermanas, frente a la acogedora y protectora presencia de la madre, quien preferirá sacrificar su bienestar para otorgárselo a su prole.
Pero sobre todo llama la atención la contención y encanto con el que regó George Cukor a esta adaptación cinematográfica. En Las cuatro hermanitas ya se puede observar a un ‹storyteller› absolutamente poderoso que controlaba todos los aspectos relevantes de una obra cinematográfica, narrando con un absoluto dominio del tempo y del espacio, construyendo planos a imagen y semejanza de majestuosas obras pictóricas gracias a la exploración de una profundidad de campo que resulta cautivadora. Maravillosos son sus planos americanos, el empleo de la grúa para captar panorámicas interiores y exteriores plenas de lirismo y asimismo una dirección de actores preciosa y precisa, dejando que sean ellos los auténticos protagonistas del relato, siendo el director únicamente un instrumento que no debe entorpecer el lucimiento de unos protagonistas que engullen cualquier tic de autor que pudiera estar presente en la película. Una cinta que se beneficia también de ese ritmo siempre ágil y que no se detiene en detalles insignificantes, sino que avanza con esa precisión y misterio presente en el cine de George Cukor.
Todo ello convierte a Las cuatro hermanitas en una de esas piezas del cine clásico de los treinta que sirvieron de base para tejer ese melodrama dirigido al público femenino que se convirtió en uno de los ejes fundamentales de la Edad de Oro del cine estadounidense.
Todo modo de amor al cine.