Nadie se lleva a engaño cuando decide ver una película titulada Zombies paletos. Más aún si sabe que fue producida por la Full Moon Pictures de Charles Band y apadrinada y distribuida por la legendaria Troma, en cuyo catalogo encaja como un guante, no ya únicamente por la naturaleza zetosa de la propuesta, sino por compartir similares inquietudes argumentales (esto es, la mutación de gente oligofrénica por el vertido de residuos radiactivos, desencadenante de muchas de las tramas de las cintas más celebradas de la productora). En esta tesitura, quien sea alérgico al espíritu lúdico pero inequívocamente cutre y chapucero del corpus de Lloyd Kaufman, debería huir como alma que lleva el diablo. Quien entre en el juego con pleno conocimiento de lo que va a ver (que entiendo que es la mayoría), es probable que pase un rato distraído aun reconociendo que no estamos ante una de las obras más logradas de la productora. Sí es, empero, una de las que emanan mayor frescura y una sensación de ligereza y honestidad que se ha perdido ligeramente en la última etapa de la factoría, donde el culto a la chorrada se tiñe de una artificiosidad ya un tanto agotadora.
Por una parte, tenemos una parodia (con algunos apuntes satíricos estimables sobre la América profunda en clave de farsa zarrapastrosa) del cine de zombies llena de caspa, humor lamentable y gore pesetero (pero gratificante en su cualidad artesanal). Por otra parte, tenemos una trama pobretona a la que le cuesta un poco avanzar, carente en su mayor parte de ingenio y con pocos momentos de genuina diversión (hay que estar bastante ebrio para soltar la carcajada ante las chanzas más bien penosas que se van sucediendo). Sin embargo, Zombies paletos tiene esa aura especial de gema infecta encontrada en los anaqueles del videoclub más recóndito, otorgada en gran medida por su estética amateur (la película fue rodada enteramente en vídeo) y por los breves instantes de delirio y locura malsana que la puntean, como esa escena en la que uno de los paletos entra a vender alcohol a una casa en la que tienen amordazada a una joven a la que están torturando.
Descartados, pues, un esfuerzo de producción más ambicioso (como el que pudieran esgrimir El vengador tóxico o Mutantes en la universidad) y un libreto más currado (como los que ideaba el hoy encumbrado James Gunn), queda una peli chorra de mutantes gañanes desatando el terror allá por donde van, en la que el principal aliciente reside, a mi entender, en los efectos de casquería que jalonan las escenas de violencia y en la mencionada pátina enfermiza que recubre algunas de sus secuencias. Esto es especialmente notable en su tramo final, el más inspirado y disfrutable de todos, en el que la final girl de turno intenta sobrevivir en la casa de los patriarcas zombicados, desatando una oleada de sangre y violencia cómica digna tanto de H.G. Lewis como del primer Peter Jackson (salvando las muchas distancias, que Jackson tenía una visión cinematográfica ya en aquellos años incomparable a la del amigo Pericles Lewnes). Por el contrario, incluso el espectador más desprejuiciado y más dado a este tipo de divertimentos abisales echará en falta un poco más de mordiente, negrura y creatividad, sobre todo en su desarrollo, algo plomizo.
Por ir resumiendo: ¿merece la pena verse? Diría que sí, pero con ciertas reservas. No discuto que sea un pequeño clásico del cine Z y que tenga sus momentos, pero a mi juicio queda lejos de los estándares de diversión de las mejores producciones Troma. Y, si de paletos y gore hablamos, pues resulta preferible mil veces aquella joya patria (esta sí, un clásico con todo merecimiento) titulada La matanza caníbal de los garrulos lisérgicos, igual de cutre y demencial que la cinta que nos ocupa, pero bastante más oscura y divertida… y con un Manuel Manquiña desatado.