En los últimos tiempos, el cine de Takashi Miike ha alcanzado una madurez que, lejos de distanciarle de una impronta inmutable y (casi) siempre manifiesta, ha sido capaz de dotar de una extraña modulación a una obra donde cualidades que rara vez se habrían atribuido a la obra del cineasta nipón, han terminado por surtir como una suerte de regeneración de aquella cinematografía lúdica y desprejuiciada captada con mayor tino, especialmente en etapas pretéritas —cabría destacar la saga Dead or Alive como uno de sus paradigmas—. No es que, a través de ese prisma con que Miike ha diseccionado otros frentes —como su incursión en el ‹chambara› con el remake de Harakiri, o ese acercamiento a un ‹J-horror› clásico pero modernizado a su vez en Over Your Dead Body—, las inquietudes del autor de Visitor Q hayan mostrado una transformación —a lo sumo, una evolución, un desarrollo necesario como cineasta—, sino que han seguido bullendo de forma paralela en otras creaciones siempre denostadas por aquellos espectadores que continúan sin entender que Takashi Miike siempre será Takashi Miike.
Esa resolución es del todo necesaria para comprender y enmarcar un ejercicio como Yakuza Apocalypse, donde el universo vampírico pasa por el tamiz “miikeniano” en lo que presumía ser una batalla sin cuartel entre los llamados seres de la noche y la siempre recurrente yakuza. Esa convención no pactada, armada en la cabeza de un espectador dispuesto a ejecutar sus propios modelos, no hace otra cosa que saltar por los aires ante una nueva declaración de intenciones de un cineasta esquivo, libre y, sobre todo, autoconsciente. Porque sí, puede que conozcamos un imaginario que en no pocas ocasiones nos ha llevado a un terreno inexplorado, donde el bagaje de poco sirvió, pero nunca de un modo lo suficientemente extenso como para conocer hacia donde nos llevará en esta ocasión Miike. Así, y entre la restauración de un tono ya conocido, pero lejano, el de ese autor que nos arrojaba a los trayectos más insondables, y un resquicio de duda que vuelve a confrontar ese carácter agitador con la ya citada madurez adquirida, Yakuza Apocalypse transita en una parcela donde las intenciones se muestran claras, pero al mismo tiempo se produce un insólito descenso en torno a ese estrato más reflexivo. No nos engañemos, Miike es lo que es y si precisamente por algo destaca (uno de) su(s) último(s) trabajo(s), es por penetrar con ironía y agudeza en una parcela que no es (exactamente) de su propiedad (aunque, ¿quién podría aseverar qué es o no propiedad del cine de Miike a día de hoy?), pero esa vuelta por sus fueros parece conocer un temple y mesura prácticamente discordantes con la propia creación en sí.
Yakuza Apocalypse rememora de ese modo a aquel Miike sin preocupaciones —véase el final de la ya citada primera parte de Dead or Alive—, pero lo hace a través de un aura de consciencia propia que demuestra más evolución que regresión; porque continúa siendo imprevisible como el que más, y es capaz de descolocar y neutralizar cualquier juicio realizado a priori, pero con el pleno conocimiento de aquel que empuña un arma y sabe que con ella puede hacer algo más que disparar. Todo ello queda constatado en un film radical, que huye de toda valoración —de hecho, describirlo o razonarlo es una tarea del todo fútil— y extiende un ideario inalcanzable, uno de esos idearios que desde lo visual y conceptual martillean implacablemente el entendimiento, más allá de lo concebible. Pero al fin y al cabo un ideario tan vindicable y sugerente ante el cual la única respuesta posible es volver a afrontarlo como si de una adicción imposible se tratara. Más allá de la propia adicción de la sangre, despedazada para gloria (o no) de un Miike fuera de sí, en su estado más puro.
Larga vida a la nueva carne.