Cuando me pidieron realizar un texto sobre una película relacionada con la educación, así como libertad para elegirla, evité buscar ejemplos contemporáneos porque normalmente me exasperan sus propuestas. Quizás porque me recuerdan demasiado a mi oficio y también por observar con estupor los numerosos errores en que incurren. Sí, sé que pertenecen al terreno de la ficción, pero mi afán por tomarme muy en serio ese contexto debido a mi docencia durante veintiocho años, me hace implicarme de forma subjetiva sin encontrar el disfrute en un escenario, sin duda, apasionante. Por ello, preferí adentrarme (después de pensar en varias menos conocidas y alternativas), y escoger una historia en la que la docencia está romantizada, aunque sin huir de episodios amargos, marcada por sus altibajos emocionales, características inherentes a ella. Historia que desde sus primeros compases sabe a epopeya, que va a resaltar la relevancia de la educación en la sociedad, íntimamente ligada al transcurso del devenir histórico, en este caso en el Japón de 1929.
Recuerdo la primera clase en la asignatura pedagogía de mi carrera universitaria, cuando el profesor nos hablaba de la etimología de la palabra “educar”. ‹Ducere› en latín, es conducir, guiar (en el conocimiento). ‹Ex ducere› nos llevaría a encaminar, a encauzar el desarrollo de las posibilidades de los alumnos, siendo el sentido de ‹ex› (sacar) posibilitar que sean capaces de extraer su potencial, sus valores y virtudes. Provocando que ellos sean agentes también y participen en el proceso educativo. Y eso tan esencial y primigenio se halla en esta película representado en una joven maestra de primaria que llega a trabajar por primera vez a la Isla de Shōdoshima, en el Mar interior de Japón. El director nos presenta en numerosas ocasiones esos caminos por donde se les va a dirigir o guiar en una bella alegoría. Desde el inicio vemos a un grupo de escolares por un sendero cantando —una canción pacifista sobre un forjador que no hace espadas, sino utensilios agrícolas, “herramientas de paz”, en una sutil referencia hacia donde se encauzará la historia—, que se van a despedir de su maestra, no sin antes contextualizar el origen rural y de pobreza en que sobrevive esa aldea. Planos de trabajadores en una cantera, pescadores, bueyes de carga, niños corriendo entre labores de labranza que conjugan un futuro marcado, belleza y dureza de manera extraordinaria. Un mar también muy protagonista que traerá simbólicamente a esta maestra como un ser foráneo que trastocará para siempre las vidas de esos niños. Observamos también barcazas por las que se trasladan los habitantes con ese gran remo acompasado en la popa que me llevó a la película La isla desnuda (1960), de Kaneto Shindō, a las que unen la precariedad de sus moradores que se consumen en un hábitat destinado a oficios agrícolas o a los recursos naturales con que cuentan, sin demasiadas posibilidades de evolución.
Oishi (una fabulosa Hideko Takamine, perteneciente a esa terna emblemática del cine japonés femenino, junto a Setsuko Hara y Kinuyo Tanaka) llega fulgurante, veloz, en una moderna bicicleta hacia la escuela vistiendo ropa occidental, causando asombro entre las familias. Demasiado “ruido” para una sociedad patriarcal en el comienzo de la era Shōwa, correspondiente al reinado del emperador Hirohito y que causará recelo. Kinoshita, como en todo el metraje, “verbaliza” en imágenes brillantemente el contraste de la joven con su dinamismo y vitalidad, cruzándose con dos mujeres que visten de forma tradicional y que andan despacio después de una vida sometida a la crudeza de la isla y sus férreas convenciones.
La define minuciosamente en su forma de enseñar y de conocer a los doce alumnos que llegan también por primera vez a la escuela rural y que son presentados con mimo, porque el devenir de cada uno durante años va a ser importante; van a ser conducidos en el plano educativo, pero también, lamentablemente, por el peso de tradiciones arraigadas o acontecimientos históricos beligerantes. Veinticuatro ojos del título que subrayan la mirada de esos escolares ávidos de aprendizaje, receptivos a un mundo que les espera tan sorprendente, como implacable. Un mundo al que les abre las puertas esa maestra libre, moderna, con estilos de enseñanza más abiertos, creativos, con la naturaleza como un aula más, así como con la educación musical como “arma” liberadora. Con la idea de romper moldes que asfixian el futuro de esos chicos, pero más el de las chicas, a menudo fracasadas en su intento de prosperar en el plano laboral o personal, siendo amputado en varios casos el devenir femenino por el infortunio o las convenciones sociales. El director nos deleita con una escena muy alentadora de la joven seguida agarrada de sus alumnos a modo de tren cantando debajo de cerezos en flor, en un momento que reúne lo que apuntaba antes sobre “guiar y conducir” narrado visualmente de manera bella y delicada. Aunque ese momento bajo los árboles con sus flores en su apogeo tiene lectura de vitalidad y dinamismo, otra escena con ellos totalmente desnudos, con aspecto mortecino, nos habla de muerte y violencia, en un ciclo que empieza y tiene su fin y que se traducirá en contratiempos vitales para esos escolares.
La película se articula en tres partes diferenciadas, con el paso de los años como un elemento primordial (tal como haría en Un amor inmortal, 1961), en las que nos habla de la llegada a primaria de la docente y su lesión grave de un pie; vuelta cinco años después con los mismos alumnos cursando sexto en otra escuela, el abandono de la docencia y reencuentro con ellos casi veinte años después y los hijos de éstos de nuevo en primero. Todo un ciclo vital, con muertes incluidas, elipsis, nuevas generaciones a las que guiar, con mucho dolor de por medio, acusación de comunismo, guerras, decepciones, frustraciones, enfermedad, descendencia y cuestionamiento de los ideales y el sentido de la educación en una sociedad sorda a la igualdad de oportunidades. Una sociedad abocada a la destrucción, a formar soldados desde pequeños, un régimen destinado a ensalzar lo patriótico que arruina cualquier iniciativa emprendedora y libre de pensamiento en el escenario escolar.
La película empieza como epopeya, va girando a una desencantada elegía del futuro incierto de esos chicos en una educación intervenida por el militarismo —yugulada por las continuas guerras con Japón como eje central—, para terminar en un alegato antibelicista, edificado en un réquiem visual pictóricamente presentado en esas despedidas ásperas y con seca incertidumbre de los niños-soldados en el barco por el mar, los cortejos fúnebres alargados con el cementerio detrás o interiores de la explotación laboral o de enfermedad incurable también muy bien planteados por el director. Como también expresa de forma magnífica en un ambiente insular aparentemente tranquilo y espléndido, en fuera de campo, la trayectoria vital de algunos niños más aciaga o el horror e injusticia de las guerras que desmoronan a un Japón sumido en 1945 en un estado de emergencia. Un Japón invisible, pero que imaginamos devastado, casi con una generación perdida, que debe levantarse de sus cenizas y empezar de nuevo. Simbolizado en esos nuevos niños que comienzan su educación con una maestra ya madura, que abandonó el oficio, con mucho a sus espaldas, pero con otra oportunidad. Una mujer que, aunque siempre esté rodeada de niños, Kinoshita nos la presenta muchas veces en solitario, andando, en su bicicleta comprada a plazos, o con otra regalada por sus antiguos alumnos en un reencuentro de agradecimiento eterno por lo que significó en sus vidas. Oishi rueda ya más despacio, le llueve, se baja en una cuesta, pero se mantiene en pie vocacionalmente. Sola, lucha por su empeño ante lo inamovible.
Siempre les quedará la melancolía y recuerdo de la foto que guardan de los doce con ella en el centro con sus muletas. Película con momentos lacrimógenos, afectada, pero no sentimentaloide, sino construida sobre una franqueza y sensibilidad encomiables. Una adaptación del libro de la escritora Sakae Tsuboi, con gran éxito de público que era testigo en los cincuenta de un período convulso de Japón. A destacar visualmente la escena en que los escolares buscan imperiosamente (pasando por muchos estados de ánimo) por toda la isla a su maestra que les ha dejado incompletos por su baja laboral y, hambrientos y sedientos por esas interminables sendas en un periplo sin rumbo, se encuentran con ella como un ser superior donde hallar cobijo emocional. Tributo a un oficio desabrido, infructuoso las más de las veces, vocacional, desinteresado, enriquecedor, fundamental en la arquitectura de una sociedad y por ello, siempre intervenido en el transcurso de la historia.
Homenaje a esos maestros y profesores que se mantuvieron independientes ofreciendo lo mejor de sí mismos, que vivían la educación como algo personal, que realizaban un seguimiento vital a lo largo de los años con sus alumnos en un proceso formativo que empieza y nunca se acaba. Aquéllos que ven a cada niño o niña como algo único al que encauzar, ver brotar, equivocarse, crecer. Quizá una visión idealizada, ya extinguida, enturbiada hoy en día por múltiples factores, pero que arroja luz a un oficio fundamental en horas bajas, necesitado también de regeneración y valoración social.
Profesora de Secundaria. Cinéfila.
“El cine es el motor de emoción y pensamiento”