El thriller policial puede acogerse a muchos formatos y variantes, pero Park Hoon-jung no se decide por un único camino de acción, mezclando posibilidades adversas en una misma historia. El mal no implica en esta ocasión simplemente a un asesino en serie, el mal viene justificado por acciones políticas entre altos cargos responsables de la seguridad nacional. El mal, en V.I.P., es culpa de todos.
Gestionada a base de capítulos, V.I.P. nos introduce en los bajos fondos de las grandes corporaciones protectoras del ciudadano con una primera escena tensa, oscura y finalmente sangrienta. Dicho sea de paso, sale Peter Stormare, que pasaba por allí para ofrecer una Tokarev (como la peli de Pablo Cabezas en la que también aparecía unos años antes) para realizar un “trabajo” rutinario.
Es solo la punta de un iceberg enorme en el que se sustenta una enredada historia donde debemos diseccionar la razón que maneja cada implicado. La película está llena de puntos de atención, hombres que cruzan sus caminos en base a los movimientos de un asesino que se divierte en las dos Coreas desmembrando a gente. No hay que averiguar quién lo ha hecho, cuáles son sus motivaciones o dónde se esconde, porque es primordial para el avance destapar las virtudes de un joven caprichoso que parece tener claro salirse siempre con la suya.
El asesino tiene nombre, domicilio conocido y un arsenal de buenas razones por las que no preocuparse demasiado por sus enfermizos actos: ser hijo de Alguien. Es así como el director nos sumerge en los distintos ‹modus operandi› de diferentes delegaciones policiales, judiciales y de seguridad tanto de Corea del Norte como Corea del Sur, el centro de la acción.
V.I.P. se ríe desde el primer minuto de la palabra Justicia, y derriba una vez tras otra cualquier intento de seguir la ley al pie de la letra, algo que nos introduce de lleno en el mundo del thriller sud-coreano. Los coreanos son bestias pardas con una finísima ejecución cuando se trata de un thriller. Toda una institución capaz de doblegar cualquier historia a su propio lenguaje para captar nuestra atención tensando en todo momento la cuerda. Cuando la policía entra en juego, descubrimos un trabajo bruto liderado por un muy arquetípico jefe de investigación de pasado oscuro, mirada intensa y una pericia inigualable en el momento de fumar —horas pasaría mirando como fulminan el tabaco—; también encontramos al resto de un equipo siempre numeroso, torpe y capaz de moverse en bandadas como si fueran tríadas experimentadas, pero solo son polis de bajo rango. Es curioso el trato vejatorio y funcional entre rangos, una idea totalmente opuesta a la que recibimos de los policiales occidentales. Cuando son los asesinos los que toman protagonismo, siempre destaca la crudeza en sus escenas, la pornografía sangrienta toma otro sentido en estas películas, dotando de una negrura y tristeza propias de una muerte anunciada, con un ensañamiento impactante, hijo seguramente de todas esas torturas vividas en el país y ocultas en archivos clasificados. Porque siempre hay espacio para hablar de la Corea buena y la mala, de mafias silenciosas, favores intercomunitarios e injusticias que revisten de locura un thriller y que se debe respirar ya por inercia en su día a día.
Todo esto fluye con gusto por la película, donde además los protagonistas se multiplican y van moldeando sus emociones al ritmo que marca la falta de criterio a la hora de leer el manual de la ley de los hombres. Una pista: nadie quedará satisfecho. Así, el asesino en serie es un simple títere que sirve para radiar un mensaje sobre lo blanda que puede resultar la interpretación política de un delito, siendo todos los aliados del orden meras caricaturas, peones que descubren, tarde y mal, que no pueden moverse a su antojo para realizar su trabajo. Es el modo en que el director reinventa la justicia para identificarla individualmente, y cada uno de los protagonistas lidera su propia batalla para hacerla cumplir. Además, no pierde la oportunidad de mofarse de la inteligencia americana y de los líderes coreanos, blandiendo un hacha sobre sus cabezas al demostrar que siempre son sirvientes del país equivocado.
Como buen thriller coreano, no podemos esperar un único final, y las sorpresas son excesivas, ruidosas y heladoras. En definitiva, V.I.P. sabe enraizar personajes de carácter sin que unos queden a la sombra de los otros, manteniendo viva su energía y dilapidando toda esperanza de ver la luz del día con otros ojos. En los bajos fondos, el mal lo justifica todo.