A través de los cartelones iniciales del cuarto largometraje del cineasta y guionista Julio Coll —de su puño y letra nacieron piezas emblemáticas del ‹noir› patrio cada vez más alejadas del olvido como Apartado de Correos 1001, además de dirigir otras como Distrito quinto— se advierte una fatalidad que se adherirá fácilmente a Un vaso de whisky, incidiendo en esa causa-efecto, en cómo cada acción posee sus consecuencias y la simple caída de una ficha puede terminar repercutiendo en el devenir del resto.
En medio de esa retórica, que el realizador reforzará con la presencia casi antojadiza y elocuente de un inspector que irá matizando el periplo del protagonista, se encuentra precisamente dicho protagonista, Víctor, un perdedor sin demasiado que perder y mucho que ganar que no parece tener tiempo para mirar atrás y complementa sus salidas nocturnas con el dinero que sustrae de quienes, convencidas de ir a pasar una buena noche, se acercan a él y le confían algo más que su tiempo.
Julio Coll establece en la construcción de sus personajes, y las distintas capas que irá aplicando a los mismos, uno de los aspectos vertebradores de este extraño ‹noir›, casi atípico, que ante todo se encuentra más que en lo puramente argumental, en un tono y una naturaleza —que acompaña al propio Víctor, interpretado por un Arturo Fernández en su salsa— desde las que proveer los cimientos adecuados a cada pequeña muesca en el relato, definiendo con agilidad pero con concisión los distintos rasgos del resto de personajes, y haciendo de este modo que Un vaso de whisky se constituya sobre la psicología que va dibujando con trazo el catalán.
No es, de todos modos, solo el tono el que compone el carácter ‹noir› del film, disponiendo tanto elementos como secuencias que determinan su condición, como esa a modo de aquelarre a orillas de la playa con una pequeña embarcación alumbrando el paraje mientras tres extranjeras bailan a su alrededor, que precisará al fin y al cabo el destino más próximo de Víctor, y le anclará a un hotel cercano debido a la deuda que contraerá tras esa fatídica noche.
Con Un vaso de whisky nos hallamos más bien ante una ‹rara avis› que sin embargo es capaz de condensar la esencia del género, recurriendo a sus lugares más comunes sin que ello suponga una carga —más bien un modo de matizar y otorgar un revestimiento distinto a la crónica—, y de encontrar en la figura interpretada por Fernández el reverso de la arquetípica ‹femme fatale›, con forma masculina y, claro, intenciones un tanto alejadas de ese personaje tan habitual del cine negro.
Coll articula un film que comprende a la perfección su condición y, además de proyectar algunas de sus obsesiones frecuentes, traza con certeza secuencias para el recuerdo —como esa reconstrucción que realizará Víctor con sus palabras de un cabaret, añadiendo de paso unas notas a su misma naturaleza— y posee la fuerza necesaria como para desplegar en su expresiva —tanto por su puesta en escena, como por aquello que representa— conclusión un destino ante el que pocas veces una mirada atrás cobró tal significado.
Larga vida a la nueva carne.