Anarquistas, homosexuales y dictadores. Pedro Olea era uno de los primeros en romper las barreras de la censura franquista en época de transición con un personaje abiertamente homosexual como protagonista de Un hombre llamado Flor de Otoño. La película se inspira en la obra de teatro de José María Rodríguez Méndez Flor de Otoño, pese a que al autor le pareció un espanto lo que se hizo con su libreto. Lo que no se puede negar es la potencia de esa Flor que interpreta José Sacristán a modo de doble vida (siendo Lluís de Secarrant por el día y para su regia familia), que si estridencias ni limitaciones mantiene dos formas de entender su mundo implorando por ese momento en que todo pueda converger en un único camino.
Esta no es la simple historia de un hombre travestido de los años veinte del pasado siglo. La idea de Olea es un poco más revolucionaria, ajena al drama, al presentar a un abogado de buena familia con intereses que se desvían de la rigidez que representa esa arcaica burguesía. Defensor de proletarios, confundidos por maleantes, Lluís también es una cabaretera de éxito en una sala de fiestas llamada Bataclán a espaldas de su amada madre. A base de mentiras mantiene a un mismo nivel su estilo de vida sin encontrar grandes molestias hasta ese momento en que los deseos de equilibrar su futuro se presentan ante la oportunidad de asesinar a Primo de Rivera.
Inspirado en hechos reales (al menos así se anuncia al inicio del film), Un hombre llamado Flor de Otoño sabe combinar el thriller con el drama familiar guiado por la potente presencia de su protagonista, sobre el que orbita la cámara en todo momento, siendo el resto de personajes accesorios que dan forma a la pluralidad de Lluís. Lejos de realizar un retrato pueril y cómico, hasta el momento presente en el cine español, nos encontramos a un hombre de ideas sólidas y capaz de mimetizarse con su entorno, a la vez que caprichoso y cegado por su propia misión en el mundo, ya sea esta hacer feliz a su madre o conquistar la libertad de los reaccionarios. Pasamos en un par de escenas del hombre de regios principios capaz de hacer dudar a su familia de sus arcaicas ideas sobre el anarquismo al mismo hombre que habla de un sueño sobre la muerte de esa misma familia mientras se maquilla para presentarnos a Flor de Otoño. Un acto camaleónico y consecuente con todo lo que sucederá a continuación.
Dentro de esa doble vida, hasta el momento separada por la clandestinidad de la noche, todo parece enturbiarse frente a un equivocado ajuste de cuentas que empieza a destapar lo que Lluís consideraba una sólida tapadera, pues en épocas de represión nadie está libre de formar parte de un secreto a voces. Al tiempo que el protagonista lleva una doble vida, la película también sabe equilibrar dos tonalidades. De la seriedad del día a día, donde Lluís se viste de hombre, parece fácil confabular la muerte de un político como si fuese imposible sospechar de él y sus amigos; nos transportamos entonces a la libertad nocturna, donde Flor de Otoño elige con mimo sus vestimentas, canta cuplés y con descaro coquetea con todo el mundo, apareciendo en su ‹alter ego› un mimo y vulnerabilidad que se contrapone a esa poderosa voz oscura con la que canta en el cabaret. Pero aquí el verdadero conflicto es maternal: el protagonista parece ansiar únicamente la aceptación de una madre, pues aunque la revolución que idea Lluís sea tan radical y sanguinolienta, su deseo se aferra a que la mujer que tanto venera pudiese aceptarle tal y como es, no solo por intuición, sino por conocimiento de causa.
Un hombre llamado Flor de Otoño es atrevida de una forma ajena a la novedad de poder contar con este tipo de personajes hasta el momento censurados (la obra en la que se basa no se pudo representar durante la dictadura), sigue esa constante de Olea sobre personajes marginales y desdichados y lo hace desde el seno de una familia acomodada, igualmente incómoda cuando eso de “tenerlo todo” es una burda mentira acomodaticia. Tiene momentos de intriga y alguna bella escena maternofilial cuyas imágenes superan sus líneas de guion, derivando hacia esa máxima del ‹noir› donde un final triste es siempre más revolucionario y libertador para sus personajes que seguir con su propio engaño.